Fernado Díaz Herrera / Don Clota, zapatero quijotesco

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La vida se modula por escenarios y contextos que desde la racionalidad no tendrían sentido aunque uno quisiese que este algoritmo no fuese producto de la casualidad. En mis años de preparatoria, mi padre me enviaba donde el zapatero Don Clota para que le cambiara el taco a sus zapatos y tapillas a los de mi madre; atendía en la cárcel. Curioso, a lo menos. Vivíamos en la ciudad de Talca, ubicada a 250 kms. de Santiago de Chile. La cárcel estaba ubicada al frente de nuestra casa, a cuadras del centro de la ciudad, mediados del Siglo XX. Aún la ciudad conservaba su dejo colonial, zona agrícola con haciendas de miles de hectáreas cedidas en la colonización por Fernando VII.

La vez que acudí a la cárcel, asustado, me atendieron los cancerberos, pregunté por el zapatero y me llevaron frente a él: “aquí está don Clota, es rebuena persona, hijo, ¿quién es usted y quién lo envía?”. “Mi papá”, le dije. “Ah, ese señor, bien, lo dejo en buenas manos”. Este señor, de tez morena, canoso, ya mayor, estaba sentado ante una larga mesa, a la izquierda zapatos en arreglo, a un costado útiles, cuchillas, el martillo y un aparato raro que miro curioso. Don Clota ve mis ojos fijos en esa herramienta y me explica: “este es el martillo fino y largo para clavar tacones en la manopla, se conoce como galgo, aquí tengo el tirapié, el escarificador, la horma de madera, estacas, tenaza y escofina… ¿m’entiende hijito?”. “Mmm… señor, traigo los zapatos de mi papá y de mi mamá para que los repare. “¿Cóm’está el papá?”. Mente en blanco… “Mañana veng’a buscarlos”.

Salí rápidamente, intimidado por lo oscuro y húmedo del lugar.  Al día siguiente fui a buscar el encargo, envueltos en un diario los zapatos reparados. “Ayer pregunté por su papá, ¿cierto?”. Lo miré no más, enseguida apuntó: “yo trabajaba en la hacienda de la familia Larraín, familiares de un obispo católico de la zona; en ese lugar, los bajos salarios no retribuían la labor agrícola, la única manera de resolver este incordio era reclamar; ante la negativa, fuimos a juicio. En el juzgado tuve que exponer el asunto al señor juez, pues mis compañeros eran iletrados. Este señor nos aconsejó y ayudó a negociar con los patrones; no olvido esa actitud. Siendo un infante, el ambiente me opacó. Me despedí y me detuvo con su mirada. “Espere, hay algo más y se lo cuenta a su papá, se alegrará. Los patrones cambiaron su actitud y nos pidieron consejos para optimizar las faenas agrícolas en épocas de siembra y cosecha. Además, oh sorpresa, me permitieron alfabetizar y enseñar operaciones matemáticas. En el pedir no hay engaño…, con prudencia les expliqué mi interés en fomentar la lectura, alfabetizarse era esencial, conocerían otras realidades, vi su atención en lo que comentaba, entonces me tiré al río, consulté si era posible habilitar una biblioteca y ayudarnos a conseguir libros. La constancia y prudencia logró lo esperado; a la semana teníamos la biblioteca con numerosos títulos, entonces a mis compañeros y familias los entusiasmé a leer”.

“Venga de nuevo, le espero y remiendo sus zapatos que están con las puntas gastadas y picada la suela. Ah, me había transcurrido, el juez era su padre”. Dicho y hecho, a la semana siguiente estaba frente a Don Clota con mis zapatos, “espéreme, se los reparo enseguida, no hay mucho trabajo”. Murmurando le consulté: “¿por qué se encuentra acá?”. Se sonrió y comentó: “Espéreme un segundo y le cuento… Vera usted, toda persona posee un repertorio perdurable y también conserva una memoria imborrable, lo leí de una escritora uruguaya (1). Hace una semana discutí con un aparecido y nos fuimos a las manos, llegó un policía y sin chistar me apresó, me enviaron adonde el juez que me condenó por 120 días, sin salida dominical. Mi familia vive de mi trabajo y acá muchos de los guardias me conocen, entonces me permitieron habilitar un taller, me prestaron una mesa y mi familia me envió las herramientas. Usted se habrá dado cuenta, este lugar es una plaza pública… ¿Cómo llego a esto, me preguntará mijo? Mi cuerpo estaba cansado de tanto bregar, así que le solicité a un viejo y conocido zapatero que me enseñara el oficio. De aquel zapatero, dirigente ácrata, junto con el oficio, aprendí otros asuntos en especial de solidaridad y compromiso social”.

Remendados mis zapatos regresé a mi casa agradado por la amabilidad de este zapatero. En mis años de estudios secundarios, descubrí casualmente el aporte de los zapateros en el período denominado “cuestión social”, durante el primer cuarto del siglo XX, en Chile. Indagué más de este personaje y me informé que era descrito como una persona culta, gran lector y orador, destacado en sus alocuciones que tejían pensamiento y observación hilvanadas con mixturas de historias leídas o narraciones de hechos que nutrieron su imaginario e ideario político y social. Para los vecinos, confiable, responsable, amable; en ocasiones casi en el rol de sanadores o cuidadores de la mente y el alma, sensato en sus opiniones. Su taller siempre estaba ubicado en zonas estratégicas del barrio o territorio. El zapatero remendón entonces pasaba a ser una persona relevante para la comunidad; portavoz del pueblo llano, en opinión de algunos librepensadores, con frecuencia citados en noticias, relatos, fábulas e historias cosmopolitas, como fue el caso de Napoleón Gaillard, director de las barricadas de la Comuna de París, en 1871. En fin, el reclamo de campesinos liderados por Don Clota logró algo imprevisto para esa época. La familia propietaria de la hacienda resuelve adjudicarles títulos de dominio de sus tierras a los campesinos, sin distinción laboral; los apoyaron en su capacitación e incentivaron para que establecieran una cooperativa agraria. Fue el paso previo a la Reforma Agraria en Chile, en los años ’60.

Nota

1 Se refiere a Juana Ibarbourou, poeta uruguaya.

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