“Esperanza no es optimismo bobo. Es el anuncio del porvenir, es profecía, es política”.
Paulo Freire
En tiempos donde la democracia tambalea, la esperanza y la acción parecen ser el único motor capaz de impulsarnos hacia un mundo mejor. Ese anhelo, sin embargo, no es una tarea de cualquiera: es una responsabilidad histórica que recae sobre los hombros y conciencia de las juventudes soñadoras, aquellas que aún creen que otra realidad es posible.
Hoy, más que nunca, debemos estar a la altura del desafío. Enfrentamos una amenaza inminente, heredada y renovada, caracterizada por el resurgimiento de los neofascismos, los personalismos autoritarios y los discursos de odio, componentes que emergen de los vacíos morales que ha dejado el orden neoliberal que, paradójicamente, se jacta de defender la “libertad”, al mismo tiempo que arrasa con los logros cosechados por la lucha social, esa que realmente anhela una sociedad mejor. En los contextos actuales nos hemos encontrado con sujetos que se han encargado de mutilar nuestra percepción de justicia y seguridad. En sus manos, la libertad no es más que una quimera que nos despoja de nuestros sueños de una vida digna, relegándolos a los márgenes de una sociedad que alguna vez creyó en el bienestar colectivo.
Una vez más, el capitalismo revela sus grietas. La profundidad de su crisis no es un accidente, es síntoma y consecuencia de su lógica insostenible y, hoy, muchos autores e intelectuales de la derecha se niegan a aceptarlo. La sociedad necesita cambios, y es nuestra generación —la de los sueños, la de la urgencia histórica— la que debe alzarse y asumir la responsabilidad de proponer una alternativa. Una que supere las barreras impuestas por una clase política atrapada entre el autoritarismo y el gerencialismo tecnócrata, cómplice del desgaste social y del deterioro democrático que hoy día vivimos.
Pareciera que la democracia atraviesa una crisis conceptual. Hemos visto cómo se ha visto reducida a procedimientos electorales y fórmulas institucionales que ya no logran sostener ni representar su promesa original. En el discurso público, “democracia” se ha convertido en una palabra casi litúrgica, usada reiterativamente por todos los sectores políticos, como si su mera invocación bastara para justificar la legitimidad del poder. Pero, ¿no será tiempo de preguntarnos por un estándar de democracia más profundo y consecuente con la época?
¿Qué es, entonces, la democracia? La respuesta a esta pregunta es cada vez más difusa. Este texto no pretende zanjar el debate, sino invitar a reflexionar. A preguntarnos, con la mano en el pecho, si la democracia que hoy conocemos nos resulta suficiente para alcanzar un estado de bienestar real, para vivir en libertad plena y colectiva. También es una invitación a interpelar nuestra ética, revisar nuestra moral y cuestionar estos peligrosos discursos dominantes, esos que, sin decirlo, buscan que renunciemos a nuestros principios y estándares de justicia y sociedad, exprimiendo nuestra esperanza y cambiándola de canasto, robando y mercantilizando nuestros sueños. Pero, lo más terrible de todo es ver como hoy los jóvenes nos mantenemos al margen, convencidos de que nuestra voz y nuestra lucha no conducirá a nada.
Hoy es fundamental recuperar la esperanza. Porque ¿qué pasa cuando el mercado decide sobre nuestra vida más que nosotros mismos? Resulta que un medicamento termina siendo más caro que nuestra salud. Nuestra educación depende del crédito y no del talento. El agua se negocia como una mercancía y no se reconoce como un derecho. Y el dormir bajo techo en condiciones dignas se ve como un privilegio.
La desesperanza se traduce y se refleja en el avance del fascismo cuyo valor, hoy más que nunca, se funde en los cimientos de la derecha chilena, la heredera del pinochetismo, la derecha cínica y violenta, la que disparó en contra de su pueblo, la que gobierna con tiranía, y pretende, a través de nuestra esperanza, mantener sus arcas financieras llenas hasta el tope.
En Chile, hemos visto cómo personajes públicos cruzan los límites del decoro democrático sin un pudor que los detenga. Hoy, tenemos candidatos presidenciales –y hablo de Kast y Kaiser– que han puesto en duda cuestiones que parecían ser indiscutibles, tales como la existencia del voto femenino, el matrimonio igualitario, la crisis climática, el uso de vacunas e incluso banalizan el poder del Estado para transformar la vida de las personas. Mientras que Evelyn Matthei, caracterizada por ser de los rostros principales y la carta presidencial de Chile Vamos, no ha tenido reparos para mentir y desconocer sus propios dichos. Hasta ha cuestionado la capacidad del propio Estado para comunicar a su pueblo, prometiendo en campaña reducir al mínimo el presupuesto dirigido al canal de Televisión Nacional, dejando la reserva de información en manos de los privados, acrecentando, así, el peso de los poderes fácticos. Este tipo de discursos —de caracteres nihilistas, antiestatistas, populistas y ultraderechistas— se han disfrazado detrás de un ropaje “economicista”, que poco entiende de economía y menos de bienestar.
Es una paradoja cruel: quienes claman por la libertad de mercado y la eficiencia económica, son los mismos que celebran políticas -como las trumpistas- que afectan negativamente la inversión extranjera, elevan los aranceles de exportación, encarecen los costos de producción y tienen consecuencias macroeconómicas y sociales como la inflación y el desempleo. Y, mientras tanto, culpan a la democracia de todos sus males, acusándola de ser un obstáculo para la acción efectiva, dejando fuera la voluntad de las masas de su escenario político.
En su relato –el de la derecha y la ultraderecha–, la democracia queda reducida a lo meramente representativo o discursivo, incapaz de ser un instrumento útil para colectivamente planificar o transformar la vida de las personas según los intereses generales. Y en su práctica -a escalas globales-, invocan la moral a través de juicios y valores típicos del occidente grandilocuente, otorgándose a sí mismos la opción de intervenir militarmente y hacer frente a los males que ellos han alucinado a través de sus falsas especulaciones y teorías delirantes de las cuales se cuelgan para asumir una supuesta responsabilidad ética de involucrarse.
El sociólogo Charles Wright Mills alerta sobre cómo esta elite de poder (la Occidental y dirigida por EE. UU.), a partir de los traumas históricos dejados por la Segunda Guerra, ha normalizado la concentración del poder, excluyendo y dejando al margen la acción comunitaria. Bajo sus reglas y condiciones, la gente común es separada de la política, lo que produce una especie de estancamiento cultural, lejos del pensamiento crítico y con una fuerte apatía por la política.
Este discurso se ha infiltrado en múltiples espacios, erosionando lo que hasta hace poco parecía inquebrantable: la legitimidad de la democracia como fundamento del pacto social. Karl Popper advertía sobre la paradoja de la tolerancia: si permitimos que los intolerantes se expresen sin límites, terminarán destruyendo la misma tolerancia que los amparó. Lo vimos en el siglo pasado –con la Alemania nazi-, y lo volvemos a ver hoy, entre quienes intentan competir por el poder bajo el sistema ‘estandarizado’ de la democracia.
Negar el carácter multidimensional del deterioro democrático sería un tremendo error. El excanciller y académico chileno Heraldo Muñoz en su libro Democracias en peligro (Catalonia,2023) identifica una suma de factores que atentan contra la democracia, como es el caso de la revolución digital que ha demostrado ser capaz de redefinir la relación entre el poder y la sociedad, trayendo consigo grandes agresores contra la paz pública, como lo son las ya conocidas fakes news, la vulneración de datos e identidad frente al big data, la compraventa de sistemas informáticos sin revisión estatal (ejemplificado mediante el caso de Pegasus, el espionaje cibernético ejecutado por la empresa israelí NSO Group hacia distintos actores de poder a escala mundial). Estas cuestiones constituyen grandes amenazas para la acción gubernamental en los distintos Estados.
Por todo lo anterior, nuestro rol como sujetos políticos no es menor. Somos la generación que asumirá las consecuencias de las decisiones del presente, pero también la que puede reorientar el rumbo. La ultraderecha ha sabido extender sus fronteras: ya no se esconde en lo conservador, sino que se disfraza de libertaria, individualista, disruptiva. Pero esa libertad que enarbola no es tal, es una máscara que oculta odio, castigo y exclusión. Y si sigue escalando en el poder, no dudara en resignificar la libertad a su manera: una libertad para unos pocos, basada y controlada por el miedo, el poder económico y el autoritarismo.
Frente a esta democracia deteriorada, algunos gobiernos han buscado perpetuar en sus sistemas de gobierno nuevas formas de legitimidad, apostando por conceptos como el gobierno abierto, que propone participación, transparencia y colaboración como pilares de una gobernanza más democrática. Pero la magnitud de la falla obliga a que las barreras de acción no se limiten a una estrategia meramente institucional. No basta con medidas dirigidas por los agentes políticos dentro del Estado, sino que la solución del problema requiere el compromiso de la totalidad de los actores de la esfera sociopolítica y económica: partidos políticos, movimientos sociales, consejos de la sociedad civil, juntas de vecinos, instituciones educativas, empresas privadas y servicios estatales.
El sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, por su parte, propone una democracia de alta intensidad: una forma de vida donde el pueblo no solo elige, sino que también decide, actúa y es parte del proceso de transformar. En las experiencias comunitarias y las prácticas desde la marginalidad es donde, según él, se puede diagnosticar y reinventar la democracia para lograr construir nuevas formas de emancipación.
Paulo Freire, educador y filosofo brasileño creía en que la democracia no debía concebirse como una estructura formal e institucionalista, si no que esta debía ser una práctica viva, ética y educativa. El comprendía la democracia como un acto dialógico que exigía de sujetos críticos y reflexivos, ya que, a sus ojos, la democracia es un proceso construido por los oprimidos, es una práctica pedagógica que conlleva en sí un proyecto de liberación colectiva, que necesita del diálogo, la participación y la esperanza organizada.
Para Freire, la esperanza era más que una retórica; la entendía como un principio activo para la transformación y praxis liberadora. La esperanza es un acto político proveniente de la propia naturaleza humana, es nuestra incapacidad de ser seres neutrales ante el futuro, es un principio pedagógico que nos enseña a soñar cuando luchamos. Pero lo más importante: la esperanza es el combustible para la organización popular; nos une para construir un futuro mejor.
Pero no basta solo con conceptos. Necesitamos mecanismos reales, junto a instituciones y políticas capaces de sostener esa promesa. Y, sobre todo, apelar a la voluntad política que nos permite seguir con la práctica del cuestionar, transformar y persistir.
Las juventudes no debemos replegarnos, menos restarnos. Mientras algunos celebran la despolitización como una fórmula para la paz, nosotros apostamos por la respuesta contraria; entendemos que sin una participación y conciencia activa no hay brújula, y sin brújula, los gobiernos se convierten en autocracias errantes.
Hoy es tiempo de avanzar, no de retroceder. Si el mundo sueña con esperanza por una vida mejor, entonces que se escuchen nuestras voces porque somos quienes gritan ese sueño.
*Emilio Silva J. es investigador y analista de la Fundación Voz Pública