Juan Rodríguez Medina / La fábrica de la felicidad: piensa positivo

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Para visitar la fábrica de la felicidad hay que reservar hora, previa creación de un usuario y contraseña. La fábrica de la felicidad es la planta de Coca-Cola en Renca. Allí llegan niños de séptimo básico a cuarto medio para complementar su currículo escolar «con conocimientos prácticos de sustentabilidad, automatización, procesos productivos y vida saludable». Durante el recorrido los estudiantes «podrán ver de cerca cómo la automatización de nuestras líneas ha impulsado la evolución y eficiencia de nuestros procesos productivos».

Lo deben pasar bien los niños en una jornada así, por de pronto por salir de la rutina de clases; al menos en mis tiempos de colegio y liceo era un clásico ir a conocer alguna fábrica, era como ir a un mundo mágico, mágico por lo mecánico, a un mundo de fantasía, supongo que como el de Willy Wonka, y por qué no Mundo Mágico, el parque de diversiones que estaba en Lo Prado; para los profesores, imagino, además de ahorrarles un día de clases y de ser una instancia educativa, era el momento para trasmitir ciertos valores, digamos, productivos, una muestra entretenida del futuro, ese que viene después de los doce juegos, o de los diecisiete si sumamos la ahora, en la práctica, obligatoria educación superior; para la empresa, especulo, junto con abonar eso que llaman responsabilidad social, también era un momento formativo, un refuerzo de los futuros consumidores y quizás trabajadores.

Quizás KidZania, ese mundo de adultos para niños, es la versión suma de lo que podríamos llamar representación o proyección feliz del destino Capital: «Mediante juegos de rol ultra-realistas, los niños aprenden acerca de diferentes profesiones, el funcionamiento de una ciudad y la administración del dinero. Cada experiencia está diseñada para empoderar a los niños, darles confianza para ser mejores personas, e inspirarlos para convertirse en ciudadanos globales ejemplares. Cada centro KidZania ofrece experiencias que son relevantes para su región en particular, tomando en cuenta su cultura, geografía, alimentación, entretenimiento y profesiones. En cada centro, KidZania recurre a la diversión del mundo real y el aprendizaje para preparar a los niños para un mundo mejor».

Empoderar. Mejores personas. Un mundo mejor.

Puesto que lo que se fabrica en la fábrica de la felicidad son bebidas —Fanta, Sprite, Ades, Monster, Inca Cola, Power Ade y, claro, Coca-Cola, entre otras—, hemos de suponer que en esos líquidos habita la felicidad o que ellos, bebidas de fantasía, son la felicidad. Beberlas nos hace o nos debería hacer felices. «La imagen es nada, la sed es todo», decía la filosofía de Sprite. Lo que, por supuesto, dice y quiere decir lo contrario: la sed es nada, la imagen es todo. Imagen de felicidad, fantasía de felicidad, que fogonea una sed que debe ser insaciable, una sed de todo, que es lo mismo que una sed sin objeto, cuya satisfacción no satisface, sino que aumenta la sed. ¿Sed de felicidad, entonces?

Un extraño comercial de los años noventa, quizás de los dos mil, no recuerdo, mostraba a una mujer, supongo que una madre, que se instalaba bajo el alero de su casa con unos vasos y un jarro de jugo Zuko, creo que así era, y comenzaba a revolver el líquido. El sonido que la cuchara o lo que sea que usara para revolver hacía al chocar con el vidrio del jarro, similar al que haría una campana o quizás un triángulo, llamaba la atención de los niños que jugaban y de los hombres que trabajaban; sus caras eran de felicidad, todos se apuraban a acudir al llamado del jugo. De niño uno no sabía, yo no al menos, que esa escena de felicidad en torno a una bebida de fantasía era una escena amish. Supongo que era el anverso familiar, conservador, abstemio, y en realidad idéntico, de la típica escena de hombres y mujeres felices en trajo de baño, en un asado, junto a una piscina, todos cerveza en mano.

Los noventa fueron nuestros años felices. Dicen. Estábamos haciendo lo que había que hacer: creciendo, económicamente. La alegría vino. O algo así. Según el Informe de Desarrollo Humano Chile 1998 del PNUD: «Los datos empíricos levantados y analizados en este Informe revelan avances importantes en el desarrollo chileno, junto a grados más o menos significativos de desconfianza, tanto en las relaciones interpersonales como en las relaciones de los sujetos con los sistemas de salud, previsión, educación y trabajo. El malestar que se observa hace pensar que los mecanismos de seguridad que ofrece el actual “modelo de modernización” resultan insuficientes o ineficientes».

Ese mismo año la gobernante Concertación de Partidos por la Democracia se dividió entre autoflagelantes y autocomplacientes, entre los que marcaban las deudas a ocho años de haber recuperado la democracia y los que destacaban los logros.

Los noventa terminaron con una crisis económica, ese mismo año 98, que en el contexto de nuestra modernización vendría a ser lo mismo que una crisis de la felicidad, o de la alegría. La alegría en crisis. Y entonces viva el cambio, dijo Joaquín Lavín, pregonero de la revolución silenciosa (sic) que fue la dictadura, y así nomás casi le ganó la elección presidencial a Ricardo Lagos, prohombre de la Concertación, o sea, de la alegría.

Con una crisis económica terminaron los noventa y con una campaña publicitaria llegamos al siglo XXI. Porque el malestar no era malestar, era pesimismo. O sea, una percepción negativa de la realidad, una suerte de manía del pensamiento, una distorsión, porque, en verdad (o en realidad), la realidad no era mala. Eugenio Tironi, uno de los autocomplacientes, dijo que era depresión. El problema es tuyo, de todos ustedes, del cuerpo social, podríamos decir, no del mundo; hay que cambiar el pensamiento, no el mundo; curarse la depresión. «Dale una vuelta, piensa positivo»: ese fue el imperativo que se le ocurrió en 2001 a una agencia de publicidad para resolver el malestar. Y Chile, las calles, la tele, se llenó de pulgares para arriba, de imágenes de felicidad.

En 2024, después del estallido social, después de la pandemia, el gerente de una encuestadora que hace el imposible trabajo de publicar semana a semana la opinión de la sociedad, dijo que había que hacer frente al pensamiento pesimista que cunde en Chile. Su propuesta fue reflotar aquella campaña publicitaria de 2001, enarbolar el optimismo, darle una vuelta y pensar positivo.

Tal vez el malestar que recorre el mundo, y que es tan poco KidZania, explique el auge que viven las filosofías helenísticas (o sucedáneos de ellas) como el epicureísmo, el escepticismo y especialmente el estoicismo. Que se suman a los orientalismos con los que Occidente, también nuestro Occidente de segunda mano, busca la felicidad.

La filosofía estoica tiene como fin la felicidad (también la platónica, la aristotélica, la epicúrea…), y ya que andamos detrás de ella, como sedientos, no es raro que nos atraiga a modo de autoayuda. En este caso, eso sí, no se trata de darle una vuelta y pensar positivo, sino de negar las emociones, de neutralizar los efectos que la realidad tiene sobre nosotros, sobre nuestra mente, porque, dice el estoicismo, el bien y el mal son más representaciones nuestras que características de la realidad.

¿Será que la felicidad Capital quiere que nos deshagamos de nuestras emociones? ¿Será que eso queremos? ¿Será que lo queremos porque lo quiere el Capital? ¿Así seremos mejores personas, evolucionadas y eficientes? ¿Felices? ¿De ahí el productivo regreso de los antiguos?

La felicidad como índice de progreso, o sea, de una vida productiva, de alguien que ha hecho lo que debía hacer, y en nuestro mundo lo que debemos hacer es producir y consumir, ser exitosos, emprender, ascender. Si ese es el imperativo, esa heteronomía, imagino que la autonomía es quedarse y hasta retroceder, deponerse, no triunfar. Digamos, entonces, que la infelicidad pudiera ser signo de libertad y capaz que de otro tipo u idea de progreso. Fracasar, y no solo mejor, sino peor. Hacerlo mal. Hazlo mal. Lo haré mal.

Dicho esto, no deje de llevar a sus hijos a la fábrica de la felicidad, para qué nos vamos a poner tan serios, tontos graves; si al final igual es entretenido. 

*Juan Rodríguez Medina es periodista y ensayista.

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