Los resultados obtenidos por Jeannette Jara en la segunda vuelta presidencial vuelven a repetir un patrón reiterado en las elecciones de los últimos 3 años: el progresismo se sitúa entre el 38% y el 42%. Este porcentaje se arrastra de uno de los hitos electorales más dolorosos y decisivos para el sector: el plebiscito de salida del primer proceso constitucional. Por lo mismo, no estamos aquí frente a una simple derrota, sino ante el fracaso de los horizontes estratégicos de la izquierda de los últimos 20 años.
En el fragor del debate sobre la Unidad Popular, en las décadas de 1970 y 1980, se introdujo la distinción entre derrota y fracaso. Una derrota es un traspié coyuntural. En cambio, un fracaso implica un fallo mayor en las lecturas, interpretaciones y estrategias implementadas. Con el fin del gobierno a la vista y el triunfo de José Antonio Kast, llega la hora de asumir que la izquierda sufrió un fracaso de proporciones en 2022. Por lo mismo, va siendo tiempo de revisar algunas de las categorías y estrategias con las que el sector ha leído la sociedad chilena, entre ellas, la tesis del malestar y la apuesta por el “poder constituyente”.
La tesis del malestar
En 1998, el informe del PNUD Las paradojas de la modernización expuso por primera vez la tesis del malestar. A juicio de sus autores, la transición democrática y los procesos de modernización estarían produciendo un malestar difuso en la ciudadanía. Pese a los logros en materia macroeconómica, la ciudadanía no se siente ni segura ni feliz, producto del deterioro del vínculo social, la insuficiencia de la seguridad social y la desigualdad de oportunidades. En términos políticos, el mayor indicio de este fenómeno sería el abstencionismo, el que desde la elección Lagos-Lavín solo había crecido.
Esta fue la tesis central de la izquierda de la Concertación y parte relevante de la lectura del país sobre la que se basó la emergencia del Frente Amplio. La articulación de ese “malestar difuso” era concebida, en primer lugar, como la llave de crecimiento como alternativa política y, en segundo término, como la justificación de una agenda de cambios. Sin embargo, esta tesis tiene dos problemas, uno teórico y otro empírico.
En términos teóricos, el malestar fue formulado por Freud, quien señaló que la represión propia de la cultura sobre los instintos genera malestar. En ese sentido, es una característica permanente de la sociedad, de modo que el aumento del malestar sería básicamente anomia, pues no existe un orden carente de malestar.
Ahora bien, los usos de esta categoría en el ámbito nacional no recogen necesariamente esta formulación. En términos mucho más modestos, el malestar ha sido entendido como un producto del proceso de cambios que genera una desorientación. Por lo mismo, se produce un ansia de orden y estabilidad, pulsiones que el estallido y el proceso constituyente, por el contrario, vinieron a trastocar. Si aceptamos el diagnóstico del malestar, el desafío para las izquierdas es apartarse de las fuentes de incertidumbre -como la movilización social- para centrarse en la construcción del orden. De allí que esta tesis tenga consecuencias potencialmente conservadoras.
En términos empíricos, el surgimiento del Frente Amplio y la redefinición de la Concertación como Nueva Mayoría están directamente relacionados con el proceso de acumulación social que se perfila con la “revolución pingüina” (2006). El largo ciclo de movilizaciones impugna directamente la desigualdad, un rasgo que se acentuará con las luchas por la gratuidad universitaria o contra las AFP. Si esta transformación se produce de la mano de los sectores políticos y sociales más activos, difícilmente podría ser el abstencionismo su expresión. Hay, entonces, un error de diagnóstico que urge enmendar, identificando con mayor pulcritud dónde y cómo se produce este proceso de acumulación.
El poder constituyente
Una segunda categoría que vale la pena revisar es la de poder constituyente. Aunque esta no ha jugado un papel relevante en las formulaciones estratégicas, influyó durante el primer proceso. Además, interactuó con las lecturas del malestar de formas que terminaron influyendo negativamente en el resultado.
Para entender la importancia de este enfoque, es necesario recordar que las izquierdas desde 1980 en adelante sostuvimos la necesidad de un proceso constituyente. A lo menos tres razones concurren en ello: 1) la ilegitimidad de una constitución heredada de un dictador 2) la necesidad de abrir el abanico de políticas públicas, constreñidas por la constitución de 1980 y 3) la necesidad de un proceso de rearticulación social y política. Esto último producto de la creciente distancia entre la política y la sociedad, además de un cambio en las orientaciones normativas y principios de legitimidad emanados de las movilizaciones sociales de las últimas décadas. Por todo ello, el proceso constituyente era central en la estrategia de las izquierdas.
Sin embargo, en gran medida producto del desconcierto que generó en toda la política la profundidad del estallido social, el sector tuvo enormes dificultades para liderar el proceso constituyente. Por el contrario, siguiendo la lógica de un poder constituyente concebido como la expresión verdadera del pueblo, la Convención Constitucional operó con escaso contrapeso desde los partidos. Así, un sector de la Convención se proclamó la expresión concreta del malestar y de los excluidos de los procesos institucionales. Paradójicamente, la elección de constituyentes es la segunda con menor participación en todo el periodo de voto voluntario.
También es cierto que por el propio diseño del proceso era virtualmente imposible tener mayor incidencia desde los partidos. Pero ante la dificultad impuesta por la configuración de la convención -independientes, comisiones sin quórum y normas votadas con quórum de ⅔-, hubo sectores de la izquierda institucional que prefirieron adoptar una actitud mesiánica. Esto devino en una táctica del todo o nada, en que cada agenda particular de actores atomizados se convirtió en moneda de cambio para lograr el texto final. Al leer a la Convención como expresión genuina del malestar y, por lo tanto, del pueblo, las izquierdas terminaron perdiendo la capacidad de constituirse como una expresión política de las movilizaciones.
El resultado de ello fue una Constitución incapaz de contener el conflicto político en sus instituciones y la generación de una externalidad radical con la mayor parte de los actores de la política y la sociedad. Este fue un error de los partidos y del gobierno, pues sus futuros estaban atados. Ni el gobierno ni la Convención son el estallido, porque este fue una explosión. Pero son primos hermanos, de modo que el fracaso de la Convención se convierte en la relectura del estallido como violencia y, al mismo tiempo, deja sin horizonte estratégico al gobierno. La posibilidad de encausar políticamente la movilización quedó frustrada y frente a ello el ejecutivo no logró reconstruir un nuevo horizonte.
Así, ante su orfandad, hoy la izquierda solo puede cobijarse frente a los éxitos de la gestión Boric, así como en algunos de sus elementos de estilo. La agenda laboral con éxitos como las 40 horas o el alza del sueldo mínimo, la consolidación de pisos mínimos en el acceso a derechos como la salud pública o el seguro social en pensiones son sin duda objetos de orgullo. También ofrece algunas pistas para el futuro el estilo de gobierno horizontal que construyó el presidente, con un liderazgo democrático que se acerca a las personas y escucha a la ciudadanía.
Es una base relevante, pero desde la cual la izquierda necesita moverse para recuperar una votación nacional y no solo en las grandes comunas urbanas del país. El principal riesgo que hoy enfrenta el progresismo es la consolidación de una coalición del rechazo que transforme los resultados electorales en un nuevo sistema de partidos. Allí surge otra tarea: entender tanto al electorado de Parisi como al partido que fundó, el PDG.
