La relación geopolítica que define el siglo XXI, la existente entre Estados Unidos y China, se describe a menudo a través de la cruda y emotiva lente de la enemistad. Sin embargo, los responsables políticos y los analistas invocan cada vez más el marco de la competencia estratégica. Aunque ambos términos implican conflicto y fricción, el abismo conceptual que separa una relación “enemiga” de una “competitiva” es profundo y tiene implicaciones críticas para la forma en que Estados Unidos y China interactúan, gestionan las crisis y configuran el futuro global. Entender esta distinción no es mera semántica; es esencial para navegar por una rivalidad peligrosa pero potencialmente manejable.
En esencia, una relación “enemiga” se define por la percepción de una amenaza existencial y un imperativo de suma cero. Los enemigos consideran que la existencia fundamental del otro, sus valores esenciales o sus intereses vitales de seguridad son intrínsecamente incompatibles con los propios y constituyen una amenaza para estos. El objetivo último frente a un enemigo suele ser su derrota, su contención hasta la irrelevancia o su transformación fundamental para eliminar la amenaza percibida. La interacción se caracteriza por una hostilidad profundamente arraigada, una gran desconfianza mutua y la anticipación constante de un conflicto directo y potencialmente violento. La cooperación es mínima, coaccionada o puramente táctica, a menudo dirigida a debilitar al adversario. La comunicación suele ser propaganda hostil o amenazas veladas. Por ejemplo, recordando las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría: con doctrinas de destrucción mutua asegurada, cruzadas ideológicas y guerras por poderes en las que cualquier ganancia para uno suponía una pérdida automática e inaceptable para el otro.
En marcado contraste, una relación “competitiva”, aunque intrínsecamente adversaria, funciona dentro de un marco de coexistencia reconocida y contienda regulada. Los competidores se reconocen mutuamente como entidades duraderas dentro del mismo sistema. El objetivo no es la aniquilación o la transformación fundamental (aunque influir en el comportamiento del otro sea clave), sino la ventaja relativa: superar al rival dentro de las reglas o normas establecidas para garantizar una mayor prosperidad, influencia o seguridad. Y lo que es más importante, la competencia puede coexistir en principio con ámbitos de cooperación necesaria en torno a retos compartidos (por ejemplo, el cambio climático, las pandemias o la estabilidad financiera). La interacción implica fricción y rivalidad, pero también un compromiso calibrado, diplomacia y mecanismos de gestión de crisis para evitar la escalada hacia el conflicto directo. La confianza es escasa, pero no está totalmente ausente; se busca activamente la previsibilidad y la comprensión de las “líneas rojas”. Aunque las ganancias de uno pueden perjudicar al otro, el sistema en sí no se percibe como un rígido juego de suma cero en el que solo uno puede sobrevivir o prosperar en última instancia. Los paralelismos históricos incluyen la rivalidad entre Estados Unidos y Gran Bretaña a finales del siglo XIX y principios del XX o la rivalidad económica entre Estados Unidos y Japón en la década de 1980: una rivalidad que puede ser incluso feroz, pero dentro de una alianza más amplia o un marco económico gestionado.
La aplicación de estos conceptos a las relaciones contemporáneas entre Estados Unidos y China revela una mezcla compleja y volátil, pero que actualmente se inclina más hacia la competencia controlada que hacia la enemistad pura, aunque de forma objetivamente precaria.
Aunque existen profundas sospechas, ninguna de las dos naciones basa oficialmente su estrategia en la creencia de que la mera existencia de la otra debe ser suprimida. China pretende desplazar la primacía de EEUU, no destruirla. A su vez, Estados Unidos pretende ostensiblemente contrarrestar las acciones chinas que considera desestabilizadoras o coercitivas, no eliminar a China como Estado-nación. Sin embargo, la retórica guerrerista interviene, especialmente en cuestiones como Taiwán o en temas ideológicos (democracia frente a autocracia), arriesgando ocasionalmente peligrosos roces y potenciales escaladas. Estados Unidos enmarca explícitamente su enfoque en la “competencia”, con el objetivo de “superar a China” reforzando las alianzas, la innovación y la disuasión militar. China busca el “rejuvenecimiento nacional” y un papel más importante en el mundo y, a menudo, considera las acciones de EE. UU. como una contención, pero no busca necesariamente su colapso. Ambos buscan una ventaja relativa dentro del actual sistema internacional, no necesariamente su desmantelamiento total (aunque las respectivas visiones sobre su futuro puedan diferir mucho).
La rivalidad domina el comercio, la tecnología (semiconductores, IA), la modernización militar, la influencia diplomática (en el Sur Global, instituciones multilaterales) y la configuración de normas globales (gobernanza digital, derechos humanos). De todos modos, subsisten formas (frágiles), de cooperación, por ejemplo, en materia de cambio climático (cumbres COP), coordinación limitada de la salud pública universal, lucha contra la piratería y gestión de la estabilidad financiera. Los canales diplomáticos de alto nivel siguen abiertos, aunque con esporádicas tensiones.
A pesar de las fricciones, ambas partes mantienen canales de comunicación entre militares (aunque se suspenden periódicamente), entablan diálogos diplomáticos (aunque sean generalmente improductivos) y utilizan herramientas económicas (aranceles, sanciones) como instrumentos de competencia y no únicamente como actos de guerra. Esto refleja un compromiso residual, aunque mínimo, de gestionar la rivalidad y evitar un conflicto catastrófico, un sello distintivo de la competencia, no de la enemistad pura.
La distinción entre enemigos y competidores es tremendamente importante.
Enmarcar la relación como pura enemistad se convierte en una profecía autocumplida. Justifica medidas extremas, erosiona las barreras de seguridad, aumenta la probabilidad de errores de cálculo y hace que cualquier ganancia del otro parezca intolerable, aumentando el riesgo de confrontación militar directa (la trampa de Tucídides). La competencia, aunque arriesgada, deja espacio para la disuasión y la diplomacia.
Considerar al otro únicamente como un enemigo hace casi imposible la cooperación frente a las amenazas transnacionales. Reconocer la competencia permite una colaboración pragmática cuando los intereses coinciden (por ejemplo, el clima), vital para la estabilidad mundial.
Un marco enemigo exige estrategias centradas principalmente en la contención, el aislamiento y la máxima presión. Un marco competitivo permite estrategias más matizadas: crear resiliencia, reforzar alianzas, innovar, comprometerse diplomáticamente para fijar límites y cooperar selectivamente.
Un mundo rígidamente dividido en dos bloques enemigos es intrínsecamente inestable y asfixiante. Un marco competitivo, aunque tenso, permite una mayor fluidez, un alineamiento múltiple por parte de otras naciones y evita forzar cada cuestión global en una elección binaria EE. UU.-China.
Es innegable que la relación entre Estados Unidos y China presenta elementos que reflejan enemistades históricas: profunda desconfianza, fricciones ideológicas y posturas militares. Sin embargo, etiquetarla puramente como una “relación enemiga” simplifica en exceso una realidad compleja y cierra peligrosamente vías para la gestión y la necesaria cooperación.
La dinámica actual se entiende mejor como una intensa y polifacética “competencia estratégica”, cargada de peligros pero que opera (hasta el momento), dentro de unos límites que reconocen la coexistencia. El reto fundamental debe ser para ambas naciones reforzar activamente estos límites, fortalecer las herramientas de gestión de crisis y resistir conscientemente el canto de sirena de la enemistad pura.
Si no se mantiene esta distinción conceptual y se permite que la competencia degenere en hostilidad sin paliativos, se corre el riesgo de inclinar el delicado equilibrio hacia un conflicto que ninguno de los dos busca pero que ambos podrían desencadenar de forma catastrófica.
El futuro del planeta no pasa por eliminar la competencia de EE. UU. con China, sino por garantizar que siga siendo eso: competencia, no guerra.
*Luis Herrera es chileno-finlandés, economista, exdiplomático finlandés, actual miembro de la Dirección Regional del Territorio Internacional del Frente Amplio.