Chile se dirige a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales el 14 de diciembre, después de que ningún candidato ni candidata alcanzara la mayoría absoluta en la primera vuelta. Estas elecciones no son simplemente una contienda más entre la izquierda y la derecha: son el último capítulo de una disputa de 35 años sobre el significado de la democracia, el legado de la dictadura y la crisis no resuelta del modelo neoliberal chileno.
La candidata y el candidato que avanzaron a la siguiente ronda —Jeannette Jara y José Antonio Kast— representan proyectos históricos opuestos. Jara, quien obtuvo el 26,8% de los votos, es abogada, administradora pública y exministra del Trabajo. Militante moderada del Partido Comunista y ganadora de las primarias de su coalición, encarna la vía democrática e institucional de la reforma. Kast, con el 23,9%, representa la consolidación del populismo autoritario de extrema derecha. Su biografía es inseparable del pasado autoritario de Chile: hijo de un nazi que huyó tras la guerra, hermano y aprendiz de los colaboradores más cercanos de Pinochet, partidario de Pinochet en el referéndum de 1988 y heredero político de la facción más conservadora del legado de la dictadura. Su tercer intento presidencial llega tras alinearse estrechamente con el brasileño Jair Bolsonaro y el húngaro Viktor Orbán.
Tras ellos, Franco Parisi, un político pragmático y aideológico, se ubicó en tercer lugar con el 19,7%. Le siguieron Johannes Kaiser, un youtuber disruptivo de extrema derecha, con el 13,9%, y Evelyn Matthei, hija de un exmiembro de la junta militar y candidata de la derecha tradicional, con el 12,5%. El resto de los candidatos apenas alcanzaron el 3% de los votos. En conjunto, estos resultados convierten a Kast en el claro favorito para convertirse en el próximo presidente de Chile.
Aunque estas dinámicas reflejan tendencias globales, la elección de Chile no puede entenderse sin situarla dentro de tres fases históricas interconectadas, cada una con condiciones políticas, actores y quejas específicas que configuran directamente el panorama de 2025: dos décadas de «paz» neoliberal, una década de desafíos y cinco años de anomia.
Dos décadas de «paz» neoliberal (1990-2010)
Tras el golpe de Estado que puso fin al gobierno de Salvador Allende, Chile vivió 17 años bajo el régimen de Pinochet, durante los cuales se impuso un radical experimento neoliberal. Guiada por los Chicago Boys, la dictadura transformó el Estado, privatizó los servicios sociales y reconfiguró la política bajo una Constitución diseñada por Jaime Guzmán para preservar este modelo mucho después del fin del régimen.
Este es el país que regresó a la democracia en 1990: una sociedad desigual, impulsada por el mercado, con instituciones públicas débiles y un sistema electoral diseñado para neutralizar el cambio. Durante 20 años, la Concertación gobernó este modelo heredado con relativa continuidad. A pesar de los importantes avances democráticos y la reducción de la pobreza extrema, la coalición no cuestionó de fondo la estructura de las reformas de la dictadura. El sistema electoral garantizó que solo dos bloques —uno de centro-izquierda y uno de derecha— tuvieran representación, lo que generó un estancamiento legislativo casi total e hizo prácticamente imposible cualquier reforma estructural.
A lo largo de estas dos décadas, Chile experimentó lo que los observadores internacionales denominaron el «milagro chileno», una imagen sustentada en el auge de las materias primas y una estricta disciplina macroeconómica. Sin embargo, bajo la superficie, se perfilaba una sociedad frágil. Las familias de clase media, carentes de una protección social sólida, se endeudaron fuertemente para financiar la educación, la salud y las pensiones, bienes proporcionados por un mercado privado que no ofrecía garantías de calidad ni seguridad. Las primeras generaciones que se jubilaron bajo el sistema de pensiones privatizado descubrieron que sus ahorros eran insuficientes para asegurar una vejez digna. Una fuerza laboral precaria, a menudo formada en universidades con fines de lucro de baja calidad, luchaba por encontrar un empleo estable.
Aunque estos agravios iban en aumento, no se tradujeron en una movilización política importante. La arquitectura institucional de Guzmán había contenido eficazmente el conflicto y restringido la imaginación política.
Este período sentó las bases estructurales de la crisis actual. Las desigualdades no resueltas, la precariedad social y la debilidad de los servicios públicos, junto con la percepción ciudadana de la ineficacia del sistema político para resolver cualquiera de estos problemas, crearon un terreno fértil para el desarrollo tanto de figuras antiélite como Parisi como de narrativas autoritarias de «ley y orden» como la de Kast, lo que contribuyó al colapso de los partidos tradicionales en 2025.
Una década de desafíos (2010-2019)
El primer gobierno de derecha desde el retorno a la democracia asumió en 2010, bajo la dirección de Sebastián Piñera. En menos de un año, el país estalló. El movimiento estudiantil de 2011, que exigía educación pública gratuita y de calidad, se convirtió en la movilización social más grande e influyente desde la dictadura. Marcó el inicio de un ciclo más amplio de protestas que incluyó movimientos contra el sistema de pensiones privatizado, poderosas movilizaciones feministas y luchas ambientales de raíz regional.
Estas movilizaciones transformaron radicalmente el panorama político. Una nueva generación de líderes emergió de las calles, incluyendo al futuro presidente Gabriel Boric, quien obtuvo un escaño en la cámara baja en 2013. Su crítica no se limitaba a políticas específicas: era una crítica a todo el modelo posautoritario y a su gestión por parte de la Concertación.
El regreso de Michelle Bachelet a la presidencia en 2014 con mayoría absoluta en el Congreso pareció ofrecer un momento de potencial transformador. Sin embargo, su coalición careció de cohesión, los conflictos internos paralizaron reformas importantes y, para 2018, la derecha regresó al poder con el segundo gobierno de Piñera.
Para entonces, la frustración había llegado a su punto álgido. En 2019, una combinación de aumentos de tarifas de la locomoción colectiva, aumento del costo de vida y comentarios insensibles de las autoridades desató protestas nacionales de una magnitud sin precedentes. Millones de personas salieron a las calles exigiendo dignidad y un cambio estructural. Piñera declaró a Chile «en guerra», desplegó al ejército —algo inédito desde la dictadura— e impuso toques de queda, lo que agravó aún más las tensiones.
El levantamiento culminó en noviembre de 2019 con el acuerdo interpartidista para iniciar un proceso de reforma constitucional, un resultado previamente inimaginable. La década concluyó con el sistema político profundamente cuestionado, la legitimidad del modelo posterior a 1990 destrozada y el sistema de partidos desestabilizado.
La década de desafíos generó los nuevos actores políticos que compiten hoy, moldeó la izquierda que gobierna bajo Boric y alimentó la polarización que Kast promueve. La desconfianza hacia las instituciones tradicionales, nacida en este período, es un factor que incide de manera directa tanto en el auge de la extrema derecha como en el éxito de candidatos antisistema como Parisi en 2021 y 2025.
Cinco años de anomia (2020-2025)
Los años posteriores al levantamiento fueron los más turbulentos de la historia reciente de Chile. La pandemia expuso la fragilidad del sistema de bienestar social privatizado. El primer proceso de reforma constitucional, a pesar de su espíritu democrático, produjo un borrador muy criticado por su extralimitación y fue rechazado por una amplia mayoría en una campaña marcada por la desinformación. Un segundo proceso, dominado por el partido de Kast, culminó con otro rechazo. Estos fracasos generaron un profundo agotamiento y desilusión en todo el espectro político.
La victoria de Gabriel Boric en 2021, lograda con la mayor participación desde 1990, fue en gran medida resultado de una masiva movilización democrática contra Kast, más que de un apoyo directo a Boric. Así, una vez en el cargo, Boric se enfrentó a un Congreso fragmentado y requirió una alianza con la misma Concertación que en su momento criticó duramente. Esto obligó a compromisos pragmáticos que decepcionaron a parte de su base y reforzaron la sensación de que las instituciones democráticas eran incapaces de resolver los problemas de la gente.
Políticamente, la derecha experimentó una transformación drástica. La muerte del expresidente Piñera en un accidente de helicóptero simbolizó el fin de la derecha democrática. Al igual que en las elecciones de 2021, en la primera vuelta de 2025, Kast y Kaiser superaron contundentemente a Evelyn Matthei, lo que marcó el colapso definitivo de la derecha tradicional y el surgimiento de un nuevo bloque populista autoritario.
Un punto de inflexión decisivo fue la introducción del voto obligatorio que atrajo a las urnas a casi 13,5 millones de chilenos, un 52,5% más que en las elecciones anteriores. Muchos de estos nuevos votantes eran políticamente distantes, económicamente precarizados y desconfiados de las instituciones. Se convirtieron en la principal fuente de apoyo para Franco Parisi, quien se presentó una vez más como candidato independiente, y para Kast, cuyo conservadurismo fundamentalista y discurso autoritario resonaban con las demandas de orden y restauración en medio del caos.
Este período moldeó directamente las condiciones de la primera vuelta: un electorado enormemente ampliado, una nueva izquierda cuestionada y una tradicional debilitada, un centro desacreditado y casi inexistente, y una extrema derecha que se ha redefinido con éxito como defensora del orden y la estabilidad en detrimento de la derecha tradicional.
16 de noviembre: un nuevo mapa político
La primera vuelta de las elecciones de 2025 arrojó resultados sin precedentes. Con la mayor participación en la historia de Chile bajo democracia, los votantes transmitieron varios mensajes claros.
En primer lugar, la derecha tradicional se derrumbó, reemplazada por una derecha autoritaria-populista consolidada, liderada por Kast. Matthei, considerada la heredera política de Piñera, fue superada decisivamente por Kast y Kaiser, lo que confirmó que la centroderecha histórica ya no tiene base social ni ideológica.
En segundo lugar, Franco Parisi, con una plataforma que combinaba anticomunismo, antipinochetismo y resentimiento contra las élites, captó una porción significativa del electorado recién incorporado. Incluso superó a la izquierda en regiones históricamente asociadas con patrones de voto de izquierda.
Estos resultados revelan una nueva división que reemplaza la antigua división entre democracia y dictadura que dominó la política chilena durante décadas. Hoy, el electorado se divide entre una derecha autoritaria-populista que ofrece orden, políticas identitarias y soluciones punitivas; un segmento amplio, volátil y antiélite, ideológicamente difuso, preocupado por la inseguridad y el coste de la vida; y una izquierda democrática que lucha por reconectar con la ciudadanía desilusionada.
La segunda vuelta entre Jara y Kast no se trata, por lo tanto, de una típica competencia entre izquierda y derecha. Es la cristalización de las contradicciones a largo plazo de la trayectoria posautoritaria de Chile. Kast representa la reacción a tres décadas de tensiones sociales no resueltas, fragilidad institucional y desilusión con la gobernanza democrática. Jara encarna el intento de rescatar la democracia abordando estos agravios sin renunciar al pluralismo.
Las elecciones de 2025 marcan la culminación de 35 años de tensiones acumuladas. La «paz» neoliberal generó desigualdades, frustraciones y limitaciones institucionales que posteriormente estallaron. La década de desafíos deslegitimó el orden posterior a 1990 y dio origen a nuevos actores políticos. Sin embargo, no logró generar un nuevo orden capaz de reemplazar al existente y satisfacer las necesidades sociales históricamente postergadas. Los años de anomia fracturaron las instituciones, agotaron a la ciudadanía y abrieron la puerta al populismo autoritario.
Si la izquierda no solo desea ganar, sino sobrevivir, debe defender la democracia a la vez que enfrenta las demandas de quienes han perdido la fe tanto en el sistema político como en la democracia como herramienta para resolver sus problemas cotidianos. El desafío es inmenso, pero también lo es lo que está en juego: el futuro mismo de la trayectoria democrática de Chile.
*Juan Andrés Mena es abogado, Máster en Políticas Públicas e investigador de Nodo XXI. Este artículo fue publicado en Labour Hub, el 28 de noviembre de 2025.
