Entre que la aborrecía por prestamista y usurera y que se tenía por alguien distinto, especial, por sobre la moral y los lugares comunes que hacen al humano demasiado humano, ese que somos la mayoría. Por eso el estudiante Rodión Románovich Raskólnikov, de 23 años, mató con un hacha a Aliona Ivánovna y también, porque tuvo la mala suerte de estar con ella, a Lizaveta Ivánovna, la hermana de la vieja. De ahí en más, en Crimen y castigo, Fiódor Dostoievski nos muestra a un Raskólnikov sumido en la paranoia y la culpa, a una distancia infranqueable de la moral napoleónica —más allá del bien y del mal— que quiso hacer suya; solo empezará a vislumbrar la paz cuando conoce el amor de Sonia, una joven que comienza a acercarlo al amor de Cristo y que lo seguirá a Siberia, donde el asesino marcha a cumplir su pena de destierro y lugar en el que terminará de arrepentirse de su crimen, o sea, de redimirse, de entregarse a Jesús.
“El tramo final de Crimen y castigo —con Raskólnikov cumpliendo condena en Siberia, un ‘señorito’ de ‘mirada gacha’ que debe tragarse la enemistad del resto de los convictos— es un calco de la biografía de Dostoievski en Omsk”, cuenta el historiador Manuel Vicuña en A la sombra, libro en el que, como adelanta el subtítulo, retrata a escritores condenados a prisión. Dostoievski, por supuesto, no mató a ninguna vieja, a él lo desterraron, luego de conmutarle la pena de fusilamiento, por meterse en un grupo de intelectuales que se juntaba a arreglar el mundo, a soñar y medio que a complotar, aunque no muy en serio parece, para acabar con el zarismo.
Tanto el intento o la fantasía política de cambiar el mundo, como la conversión de Dostoievski al cristianismo, también la de su doble y, probablemente, todos o la mayoría de los perfiles que hace Vicuña, podrían ser episodios, casos o ejemplos de Sobre el deseo de cambiar, ensayo del psicoanalista Adam Philips, en el que el autor reflexiona sobre el cambio o la conversión, sea política, terapéutica, literaria, religiosa, personal o colectiva.
En cualquier ámbito, dice el Philips, al menos en Occidente, incluso en nuestro presente secularizado e incrédulo, el cambio, la idea de mejorar, remite a Pablo y su deslumbramiento camino a Damasco. Aunque no lo cita Philips, es un poco la idea nietzscheana, al borde de la autoayuda, de llegar a ser quien somos, de transformarnos en lo que debemos ser. Por supuesto, la duda siempre será, como dice el autor, si quien cambia es el mismo al comienzo y al final, o si es absolutamente otro. Porque si es el mismo, ¿cambió en realidad? Y si es otro, entonces, ¿quién cambió?
Pero más allá de disquisiciones lógicas, de lo que se trata es de que, al parecer, el cambio, la transformación, es parte de nuestra vitalidad, por de pronto porque de hecho cambiamos a medida que el tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos, pero también, como diría Elias Canetti, porque transformarnos es la manera que tenemos de resistirnos a la muerte, que, claro, es ese momento en el que ya no cambiaremos. Probablemente por eso, desde la Revolución francesa, pasando por el mandato que Marx arrojó a los filósofos (cambiar el mundo y dejar de —solo— interpretarlo), a la elección presidencial de 1999, cuando Joaquín Lavín casi le gana La Moneda a Ricardo Lagos con el lema “¡Viva el cambio!”, o la que acaba de pasar, con José Antonio Kast erigido como “La fuerza del cambio”, el cambio, precisamente, es el lugar común de cualquiera que pretenda ganarse el favor del público. “Para vivir mejor”, dijo hace cuatro años Gabriel Boric. (Sería divertida, pero probablemente fracasada, una candidatura que prometiera: ¡Más de lo mismo! o ¡Todo seguirá igual!).
Sin embargo, y esto también lo apunta Phillips, el cambio siempre es incierto, nada garantiza que resulte bien y, así como podemos buscarlo, a la vez puede ser fuente de temor, porque podemos perder, porque las cosas pueden empeorar; de hecho, si queremos cambiar es para no volver a cambiar: salvo que Dostoievski hubiese querido hacer una secuela de Crimen y castigo, lo esperable es que la redención de Raslólnikov sea la estación terminal de su vida. Terminal, porque ahí se quedará, pleno; pero, esto lo diría Canetti, quizás también porque no cambiar más es la muerte o algo muy parecido a la muerte en vida. No olvidemos que tanto el comunismo como el capitalismo han prometido “el fin de la historia”. Toda revolución deviene rápidamente, una vez tomado el poder, en instauración. ¿Y entonces en moribunda?
Por el libro de Vicuña, además de Dostoievski, pasan, entre otros nombres, Oscar Wilde, Angela Davis, Antonio Gramsci, Piotr Kropotkin y Rosa Luxemburgo. A todos y todas, la cárcel les hizo algo, a la persona y a su escritura; a todos y a todas las cambió, habría que decir, incluso, si acaso ese cambio es una suerte de confirmación del camino que les costó caer en prisión. El caso de Luxemburgo, que en la cárcel pudo encontrar el tiempo y espacio de calma que no le permitía el activismo político, lleva a preguntarse si quienes quieren cambiar el mundo, como ella, mejorarlo, lo que pretenden es ajustarlo a sí mismos, a su ideal, o más bien quieren hacer un mundo en el que —creen— sí podrían ser quienes deberían ser: “A veces, ¿sabe usted?, tengo también la sensación de no ser un verdadero ser humano, sino un pájaro, un animalillo cualquiera que hubiese tomado forma humana”, escribe Luxemburgo desde prisión, el 1 de mayo de 1917, “me siento mucho más en mi medio en un pedacito de jardín, como ahora”.
“Querer cambiar tiene tanto que ver con nuestro querer, y con cómo lo describimos, como con los cambios que deseamos”, afirma Phillips. “Mejorar significa averiguar en qué queremos mejorar”. Parece que cuando hablamos de cambio de lo que se trata finalmente, o sea, desde un principio, es de quiénes somos, quién soy y/o qué es el ser humano. Cuestión que, por supuesto, no responden ni Phillips ni Vicuña, porque no se puede responder, o no para siempre, si es cierto eso de que somos existencia y no esencia, que es lo mismo que decir que no sabemos qué somos y que vamos arreglando la carga en el camino que hacemos al andar.
Dicho de otro modo: tanto Sobre el deseo de cambiar como A la sombra, el primero de manera expresa, el segundo por inferencia o como derivación de su tópico, ensayan y hacen pensar sobre la vida humana como un cuento o millones de cuentos, en realidad, en los que sus protagonistas, usted, por ejemplo, estimado lector, son sujetos y objetos que, a veces para bien, a veces para mal, y también para los dos, encarnan ese lugar común que dice que cambia todo cambia.
Entonces, ¿el cambio es bueno? No necesariamente, pero va a ocurrir. De eso se trata. A Raskólnikov, en todo caso, el asunto le salió bien; la pregunta es si su conversión a Dios valía dos vidas. O tres o cuatro o cientos o miles y por qué no millones. Capaz que, al final, para gusto de él y disgusto de las hermanas Ivánovna, meros medios de un cambio ajeno, flores pisoteadas al paso de un progreso, el joven estudiante sí era un Napoleón.
Sobre el deseo de cambiar
Adam Phillips
Roneo, 2025, 115 páginas.
A la sombra
Manuel Vicuña
Seix Barral, 2025, 213 páginas.
*Juan Rodríguez Medina es periodista y ensayista.