Con una sorprendente recepción de la crítica, los medios y el público, Netflix estrenó recientemente la serie El Eternauta, una esperada adaptación de la icónica historieta del guionista argentino Héctor Germán Oesterheld, (con viñetas de Francisco Solano López) publicada, por primera vez, a fines de los años 50. Con un elenco de primer nivel, encabezado por el actor Ricardo Darín, la serie, en apenas 20 días desde el momento de su estreno, se transformó en un fenómeno mundial, convirtiéndose en la producción de habla no inglesa más vista de la plataforma, con casi 11 millones de visualizaciones y presencia en su Top 10 global, que considera 87 países de todos los continentes.
La serie fue producida por el gigante norteamericano de contenidos vía streaming, junto a K&S Films, una productora local cuya misión declarada es “crear cine argentino con prestigio internacional”, un objetivo conseguido con creces en sus apenas veinte años de existencia, considerando que en su catálogo figuran películas y series trasandinas imprescindibles como Relatos salvajes, La odisea de los giles, El Clan y El Reino, todas con innegable sello identitario argentino y una hechura de calidad que permitieron su rápido posicionamiento en los mercados internacionales.
Ese objetivo declarado sin duda estuvo detrás de la decisión de encomendar la dirección de este nuevo Eternauta a Bruno Stagnaro, un hábil recreador de esa identidad y sensibilidad argentina que, ya en 1995, había sorprendido con Guarisove: los olvidados, un cortometraje que se aproximaba íntimamente a la experiencia de los reclutas enviados a la Guerra de las Malvinas, y que tres años más tarde se consolidaría como uno de los directores emblemáticos del novísimo cine argentino, con la hoy clásica Pizza, birra, faso, (en codirección con Israel Adrián Caetano), en la que se abordan las aventuras y desventuras de dos jóvenes urbano-populares en su tránsito a la delincuencia y a un destino trágico marcado por una prematura fatalidad, en el contexto de una crisis social que ya asomaba fuerte en el segundo lustro de los años 90.
Stagnaro sorprendería nuevamente con la serie Okupas, transmitida por Canal 7 de Argentina a fines del año 2000, considerada como un hito en el audiovisual trasandino, en la que se aborda una historia mínima en el marco de la decadencia social y económica durante la crisis -ya desatada- que viviría ese país a comienzos de esa década.
En esta adaptación libre de El Eternauta, el director mantiene la esencia de la obra, pero toma decisiones audaces alejadas parcialmente de su versión original, esa que se conoció por entregas semanales en la revista trasandina Hora Cero.
Con seis episodios, la historia muestra una distópica Buenos Aires, donde una invasión alienígena -iniciada con una inusual nevazón en pleno verano, capaz de matar en segundos a quien alcance con sus copos- pone en alerta a Juan Salvo -un hombre común y corriente- quien deberá enfrentarse a este mundo desconocido para intentar de sobrevivir junto a los suyos.
La serie respeta el escenario clásico, una ciudad posapocalíptica igualmente reconocible en cada una de sus locaciones (la cancha de River, el Puente Saavedra, la estatua de la Libertad en Avenida Bartolomé Mitre, en el barrio de Munro; la Parroquia San Isidro Labrador, Campo de Mayo, la glorieta de la plaza de Barrancas, entre otras).
De igual forma, mantiene la estructura coral de los sobrevivientes, con un Juan Salvo -el personaje central de la historieta, interpretado en la serie por Darín- con más dudas que certezas como núcleo emocional del relato.
En cambio, la exitosa adaptación audiovisual sitúa la trama en una época actual o más o menos contemporánea, con guiños a hechos reales y altamente reconocibles para una traumatizada sociedad argentina que, a la distopía de la nevazón mortal y de la inquietante invasión alienígena del original, agrega situaciones igualmente distópicas -aunque casi internalizadas- como los cortes de luz y servicios esenciales, por ejemplo, tan frecuentes de un tiempo a esta parte en la capital trasandina.
La serie respeta el espíritu original de la historieta, es cierto, pero también lo actualiza. En la versión de Stagnaro, la nevazón veraniega ya no es únicamente un fenómeno letal: es también una metáfora de la sumatoria de los nuevos miedos contemporáneos. El colapso ambiental, la pandemia -el episodio distópico por excelencia vivido a nivel mundial-, la grieta social, la fragmentación. Esa nieve hipnótica -que paraliza, aísla y mata- opera como una imagen de una modernidad en crisis, incapaz de imaginar un futuro común.
Stagnaro evita el efectismo, y opta por recrear una Buenos Aires tangible, que se muestra sin maquillaje, y se constituye en un personaje más de la trama, con sus cicatrices, sus memorias y sus contradicciones: la Guerra de Malvinas, la crisis de 2001, los fantasmas y herencias dolorosas de los golpes militares. La amenaza exterior se cruza con los traumas internos y la historia se vuelve espejo simbólico de cierta identidad colectiva, con un Juan Salvo más bien introspectivo, vulnerable pero decidido, alejado de los estereotipos del héroe individualista.
La ubicación actual de la trama hace que la Argentina, y más concretamente su capital, sean el escenario y decorado central de la serie. Esa ubicación “contemporánea” genera decenas de guiños a la cultura trasandina, en donde, por ejemplo, en su banda sonora, desfilan clásicos transgeneracionales, como algunas canciones emblemáticas de Manal, de Billy Bond y la Pesada del Rock and Roll o de Pappo’s Blues, precursores del rock nacional, interpretadas por Juan Salvo y sus amigos; o como los viejos tangos “Volver” y “Caminito”, que se oyen como deben sonar, con una sonoridad “antigua”, pero esencialmente genuina y vital. Incluso temas más “recientes”, como la igualmente distópica “Cuando pase el temblor” -esa canción en clave de huayno psicodélico de Soda Stereo- se escuchan como un clásico, al ser reproducidas en la radiocasette de un automovil, o “Paisaje”, la adaptación en modo de cumbia de Gilda para la instrospectiva canción de Franco Simone, cuyo uso en la serie se vincula a la evocación del personaje de Darín por su hija Clara, reforzando el tono emocional de la serie y conectando a nuevas audiencias con la obra de una de las artistas más queridas de la música popular argentina.
La serie El Eternauta en Netflix es una adaptación ambiciosa de una obra fundamental de la temprana historieta de ciencia ficción. Tiene un elenco destacado y una producción cuidada, con la pretensión de llevar lo esencial de la historia atemporal a una nueva generación de espectadores, manteniendo su espíritu de unidad, resistencia y solidaridad.
Todo indica que los invasores y sus métodos de aniquilamiento imaginados por Oesterheld fueron referencias no demasiado oblicuas a la situación mundial de su época, marcada por el ascenso de los imperialismos y el sometimiento neocolonial a las naciones periféricas. Y desde luego, a los golpes de Estado de la historia argentina. De hecho, las tres versiones clásicas de la historieta coincidieron, respectivamente, con los regímenes de Pedro Eugenio Aramburu, de Juan Carlos Onganía y del llamado Proceso de Reorganización Nacional. Coincidencia: ahora el relato llevado al lenguaje audiovisual coincide con un pretendido gobernante “libertario” ocupando la Casa Rosada. De hecho, desde la liberación del primer capítulo, los fanatizados partidarios de Javier Milei comenzaron una agresiva campaña de odio y descalificación contra la serie de Netflix en las redes sociales.
Quizás lo que más incomoda a la fanaticada del poder sean los números conseguidos en apenas 20 días por El Eternauta: desde la liberación de su episodio 1 a la fecha, la serie inyectó más de 41 mil millones de pesos a la castigada economía trasandina (entre gastos de producción, cadena de suministros y empleos directos e indirectos). El proyecto involucró a casi 3 mil personas, 50 locaciones reales, 35 escenarios virtuales y un ejército de drones para recrear el legendario universo imaginado por Oesterheld y Solano López.
Sin duda, un completo y categórico desmentido al intento de la administración de Milei de desacreditar el carácter de industria nacional del audiovisual argentino, que se expresó ya en desafortunados anuncios como el cierre del Instituto Nacional del Cine y el Audiovisual Argentinos (INCAA). Lo que detesta la Casa Rosada y sus ocupantes es la contribución del cine y audiovisual a la recreación e instalación a nivel mundial de una imagen país argentina, una que recoge sus dolores, memorias y pulsiones más profundas, como lo ha venido haciendo desde hace décadas y como lo hizo nuevamente en esta adaptación de un clásico.
*Juan Azócar es periodista.