La pregunta sobre si el fascismo es una ideología o un método político no es solo un debate conceptual: es, en realidad, una interrogación sobre cómo entendemos el poder y sus mutaciones en las crisis del capitalismo contemporáneo. Bajo su aparente ambigüedad, este debate revela algo más profundo: las limitaciones del pensamiento liberal para comprender el fenómeno y, sobre todo, para enfrentarlo. Mientras el liberalismo se pierde en dilemas morales y procedimentales, la tradición socialista ofrece una crítica estructural que desvela el fascismo como una respuesta del capital en momentos de peligro existencial.
La insuficiencia liberal: neutralidad en el vórtice de la crisis
El liberalismo clásico se define por su fe en la razón, en el debate abierto y en la neutralidad del Estado como árbitro de los conflictos sociales. Su diagnóstico ante el avance del fascismo suele formularse en los mismos términos con los que enfrenta cualquier amenaza a la libertad: más educación cívica, más diálogo, más garantías institucionales. Pero esa confianza, casi ritual, en los procedimientos se revela impotente cuando lo que está en juego no es un desacuerdo entre ciudadanos razonables, sino una guerra política por la forma misma del orden social.
El liberalismo, en su lógica de mercado de ideas, concibe el fascismo como una aberración discursiva: una patología del lenguaje político que debe curarse con tolerancia y debate. Sin embargo, el fascismo no es un error de opinión ni un exceso de emotividad: es el síntoma de una crisis estructural. No surge del odio irracional de unos pocos, sino del desgarro social que provoca la acumulación capitalista en su fase de agotamiento. Mientras el liberalismo predica la neutralidad del árbitro, las clases dominantes reorganizan sus fuerzas y canalizan la frustración popular hacia la reacción.
En este sentido, el fascismo no se combate solo con ideas porque no se origina solo en el terreno de las ideas. Brota de las condiciones materiales que alimentan el resentimiento: el desempleo, la precarización de la vida, la desigualdad creciente, la desintegración del tejido social tras décadas de neoliberalismo. La “paradoja de la tolerancia” liberal —¿debemos tolerar a los intolerantes?— se vuelve entonces un falso dilema: el problema no es la tolerancia, sino el terreno social que produce la intolerancia.
La crítica socialista: el fascismo como hijo del capital en crisis
La tradición socialista, desde Clara Zetkin hasta Gramsci, diagnosticó con precisión lo que el liberalismo nunca quiso ver: que el fascismo es el instrumento terrorista del capital cuando su hegemonía se tambalea. En tiempos de crisis orgánica —cuando la rentabilidad cae, la legitimidad se erosiona y la clase trabajadora se organiza— la burguesía abandona el barniz democrático y busca en el fascismo una salida violenta al impasse.
El fascismo no destruye al capitalismo; lo salva. Lo hace por medio de la represión del movimiento obrero, el aniquilamiento de las organizaciones populares y la movilización de las clases medias desclasadas como tropa política. Su violencia no es irracional, sino racional dentro de la lógica del capital: restaura el orden de la propiedad y del beneficio a costa de la democracia.
Desde esta mirada, los debates liberales sobre la libertad de expresión o los límites de la tolerancia parecen triviales. El liberalismo ve camisas pardas en las calles; el socialismo ve a los industriales que las financian. El liberalismo observa un discurso de odio; el socialismo observa la instrumentalización del racismo para dividir a la clase trabajadora y desviar su cólera hacia chivos expiatorios. Donde el liberalismo detecta un “método político”, el socialismo ve una forma estatal del capital en su fase monopolista y decadente.
El fascismo, entonces, no es un monstruo ajeno al sistema, sino su producto más brutal: el rostro desnudo de la dominación cuando la democracia deja de ser útil para mantenerla.
El “liberalismo militante” y la ceguera de clase
Ante la evidencia de su impotencia, el liberalismo contemporáneo ha intentado reinventarse bajo la fórmula del “liberalismo militante”: una doctrina que propone defender activamente la democracia trazando límites a los enemigos de la tolerancia. Es una reacción comprensible, pero superficial. Cree que el problema puede resolverse con más leyes, con vigilancia sobre los discursos y con una defensa enérgica de las instituciones republicanas.
Pero esta fe en la fortaleza del Estado liberal ignora que las propias instituciones que pretende usar como escudo —policía, tribunales, ejército— han sido, históricamente, las primeras en inclinarse hacia el fascismo cuando el orden capitalista se ve amenazado. El liberalismo confía en la neutralidad del árbitro, sin comprender que el árbitro pertenece al mismo equipo que los jugadores más violentos del campo.
Por eso, el “liberalismo militante” es como intentar apagar un incendio con un vaso de agua. Su defensa de las formas democráticas es necesaria, pero insuficiente. Ataca los síntomas —la intolerancia, el discurso del odio, la violencia política— sin tocar la causa profunda: la estructura económica que genera desesperación y miedo, la crisis del capitalismo que da oxígeno al método fascista.
Sin justicia social, no hay barrera eficaz al fascismo
La enseñanza más perdurable de la crítica socialista es simple y devastadora: el fascismo no se derrota en el plano moral o legal, sino en el material. Ningún régimen autoritario puede prosperar donde existen condiciones de vida dignas, empleo estable, sindicatos fuertes y comunidades solidarias. El fascismo se nutre de la frustración y el abandono. Allí donde el capitalismo destruye las esperanzas, el fascismo promete identidad, orden y pertenencia.
Por eso, la defensa liberal de las libertades formales —aunque imprescindible— se vuelve un cascarón vacío si no se acompaña de justicia social. Sin redistribución, sin derechos laborales, sin horizonte de bienestar, las masas empobrecidas se vuelven terreno fértil para la reacción. La única vacuna contra el fascismo es la organización popular, la solidaridad de clase y la construcción de un proyecto de emancipación que ofrezca algo más que el retorno al “orden”.
El fascismo no es solo la negación del liberalismo; es, sobre todo, la negación violenta de cualquier alternativa socialista. Solo entendiendo esa dinámica de lucha de clases puede diseñarse una estrategia real para derrotarlo.
El caso chileno: donde el límite liberal no alcanza
El ascenso de la derecha radical chilena —personificada en José Antonio Kast y el Partido Republicano— ofrece un laboratorio vivo para examinar estas tensiones. Chile, emblema del neoliberalismo triunfante en América Latina, se ha convertido en un terreno fértil para su reacción autoritaria.
La ultraderecha no surgió del vacío. Creció en el malestar incubado por un modelo que, aunque redujo la pobreza estadística, consolidó la desigualdad estructural, la precariedad vital y la desconfianza en las instituciones. Mientras la izquierda apostaba por reformas constitucionales y mayor democracia participativa, la ultraderecha ofreció algo más visceral: orden, seguridad y una nostalgia disciplinaria. Su éxito no fue ideológico, sino emocional: supo convertir el miedo y la frustración en una promesa de control.
La respuesta del liberalismo chileno fue tímida y tardía. En su afán de mostrarse neutral, trató al fenómeno como una simple corriente conservadora más dentro del pluralismo democrático. Esa ceguera ante el método fascista —que usa las instituciones para vaciarlas de contenido— permitió su normalización y consolidación.
El análisis socialista, en cambio, ofrece un diagnóstico más certero: la ultraderecha chilena encarna la contrarrevolución del capital frente a la amenaza de una movilización popular. Su retórica cultural —antifeminista, antiindígena, xenófoba— es la máscara de una agenda económica de clase: defensa de los conglomerados extractivistas, oposición a las reformas tributarias, desmantelamiento de derechos laborales y bloqueo a toda redistribución.
El fascismo chileno del siglo XXI no lleva camisas pardas: viste ternos, predica eficiencia y se presenta como “la gente común cansada del desorden”. Pero su función es la misma que en los años treinta: canalizar el miedo social para preservar el orden económico.
La lección pendiente
La derrota electoral de Kast en 2021 no significó su derrota política. Su proyecto permanece organizado y con poder parlamentario, sostenido por la misma base social que teme perder los privilegios que el neoliberalismo le otorgó. Ante esto, la disyuntiva sigue abierta: el liberalismo promete defender las instituciones, pero solo la izquierda social puede transformarlas.
Chile enseña que no hay dique duradero contra la ultraderecha si no se enfrentan las causas que la alimentan. Un liberalismo que se aferra a las formas, sin cuestionar el modelo económico que las vacía de contenido, está condenado a luchar una batalla perpetua contra los síntomas de una enfermedad que él mismo ayudó a incubar.
La defensa de la democracia, en el siglo XXI, no puede separarse de la superación del neoliberalismo. Sin justicia social, toda libertad es frágil; sin igualdad, toda democracia es vulnerable. El fascismo no resurge porque las instituciones fallen, sino porque el orden social que las sostiene ya no convence.*Álvaro Ramis es rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.