Hay buenas y malas maneras de envejecer. Muchos lo hacen enojados con el mundo porque sus proyectos no prosperaron, o si lo hicieron los resultados no fueron lo que esperaban, o por no haber recibido los honores que creían merecer.
Mujica envejeció bien. Tenía razones para no hacerlo. Trece años encarcelado en condiciones infrahumanas hubiese sido suficiente, así como ver que la revolución que soñó y por la que peleó en su juventud había sido derrotada.
Su gran legado fue tratar de encontrarle un sentido a lo vivido. El poeta norteamericano William Carlos Williams escribió: “Nunca la derrota se compone solo de derrota -el mundo que abre es siempre un lugar antes insospechado”. Mujica tuvo la lucidez de buscar en ese “lugar antes insospechado”. Lo primero que descubrió es que si no puedes cambiar el mundo (“ni un carajo”, dijo por ahí) puedes tratar de que el mundo no te cambie a ti o, al menos, no mucho.
Así que vivió modestamente, antes y después de ser presidente, en su chacra y manejando su viejo escarabajo volkswagen. Vivió hasta su último día de manera austera y sencilla. Así hizo pedagogía política con su ejemplo. Y dejó una de sus sabias sentencias: “a los compañeros que les gusta el dinero, aléjenlos de la política”.
Una biografía no tiene que ser perfecta, pero si es constructiva y honesta puede ser también una forma de resistencia política.
También Mujica revisó su propia trayectoria. Entendió que esto de construir un mundo mejor no se conseguía en un solo acto, en un asalto al cielo, sino que era fruto de un trabajo cotidiano, paso a paso. Que el camino era también la meta.
Desarrolló una visión minimalista del cambio social. Minimalista, pero sin abandonar los principios ni dejarse arrastrar por un pesimismo irónico frente a las dificultades. Su predicamento sería que cada uno tiene el deber de dejar un mundo un poco mejor que el que encontró. En realidad, menos que eso: luchar, con o sin éxito, por ese objetivo. Ese sería el deber.
Mujica es, por tanto, una reescritura de una ética de izquierda. Es una ética que no se funda en lo extraordinario sino en lo cotidiano, que descubre el heroísmo en la pequeña tarea, en una vida coherente, en la militancia del día a día. Retoma en su discurso y en su práctica una ética del individuo: el proyecto colectivo conlleva un compromiso personal, un cierto modo de ser y comportarse.
Pepe Mujica se propuso no hundirse en lo ocurrido sino darle un significado (como lo planteara Viktor Frankl después de su paso por los campos de concentración nazi). Para eso había que gastar el menor tiempo posible en odiar a los victimarios o quedarse petrificado en la condición de víctima; tampoco por ello olvidar lo ocurrido, pero salir de, o pararse sobre, esa experiencia, no quedarse atrapado en ella.
Mujica supo darle un significado a lo que vivió. No solo fue presidente de su país, sino que se erigió en un líder latinoamericano y mundial de la izquierda capaz de inspirar con su ejemplo y de enseñar con su palabra. Entendió que su rol era transmitir no tanto lo que le había ocurrido sino las lecciones que había extraído de ello.
Transmitió esperanza, hasta el último día, sobre todo a los jóvenes. Y de paso nos enseñó que, de las derrotas políticas y personales, se puede salir si se está abierto/a a explorar ese lugar –ese mundo— “insospechado” que estas siempre abren.