Llevamos más de tres siglos de revolución capitalista, siglos en los que todo lo sólido se desvanece en el aire. Lo dijo Marx. Y llevamos toda la vida desobedeciendo a Dios, ese déspota, jefe de jefes, que nos expulsó del paraíso. Y aquí seguimos: trabajando. El socialismo se levantó —por la libertad y la igualdad— contra el trabajo moderno. La desigualdad entre capital y trabajo, la lucha, de eso se trataba, de disolver también esa jerarquía, esa autoridad, ese moderno antiguo régimen. El trabajo, ese era el problema.
Hoy la cuestión del trabajo parece reducida, de izquierda a derecha, a cómo crear más empleo, quizás mejor, ojalá mejor, tal vez un poco más «humano». Al menos en las políticas públicas (valga la redundancia). Pero no parece problema la eliminación del trabajo, del mecanismo de dominación y enajenación que llamamos trabajo. Al contrario, se lo fortalece bajo palabras como «modernización», «flexibilidad», «digitalización» o «automatización». Y damos gracias cuando tenemos trabajo, cuando los empresarios, caritativos, nos «dan» trabajo.
Crear más trabajo, mejor trabajo.
¿Y si el problema no fuera ese? ¿Y si el problema es el trabajo, incluso el mejor trabajo?
El cansancio y la frustración son experiencias comunes, una realidad compartida, transversal a todas las particularidades; pero con la que nos las arreglamos solos y solas. Cada quien por su lado, y si se puede, si hay dinero —si hay «plata»—, con terapia, que a veces es otra forma de guardar silencio, de mantener las cosas en privado, calladas; «el silencio sobre cualquier área de nuestras vidas es una herramienta para la separación y la falta de poder», dijo Audre Lorde.
Sigue siendo un problema, una pregunta, si y cómo es compatible el trabajo, esa realidad que determina la mayor parte de nuestro día a día, con las nociones, conceptos, que queremos reales, de dignidad, libertad, igualdad, democracia. O tal vez no hay problema alguno y el trabajo no es compatible con ninguna de ellas.
Escribo esto mientras espero mi turno para vacunarme contra el covid-19. Ya vacunado, sentado a la espera de que pasen los treinta minutos luego de la inoculación, oigo detrás de mí a dos hombres que conversan. Estamos en un gimnasio, un galpón alto y extendido. Imagino que son dos obreros de la construcción, porque hablan del radier, de las terminaciones; hablan de uno de sus jefes, adivinan que van a tener problemas con él: «El otro día, cuando hice el radier, quería que me quedara hasta que estuviera seco para hacer el dimensionado». Algo así escuché. «Ni cagando, me tendría que haber quedado hasta el otro día. Iba a estar seco como a las diez de la noche. ¿Me iba a quedar esperando ahí hasta las diez?». Poco antes de eso oí que el mismo jefe quería que ese día, el de la vacunación, uno de los trabajadores volviera al trabajo. Eran las once de la mañana o tal vez era mediodía. El que escuchaba respondió: «No, yo trabajo hasta la una». «Tenemos derecho a medio día libre. Ahora está en la ley».
El trabajo no siempre estuvo aquí y ahora; entonces podría no estarlo. Esa es la esperanza. Que tengamos necesidad de llenar la existencia puede ser un hecho, una necesidad humana; hasta podría ser que existir sea sinónimo de llenar la existencia, de ocupar el tiempo. Pero eso no implica que la debamos llenar con el trabajo, o sea, que el trabajo sea el sentido de la vida. Que hoy lo sea es una contingencia, tanto como la esclavitud o la servidumbre o lo que sea que sustente la existencia de los individuos. «Desde no hace mucho tiempo (escasamente dos siglos) nuestras sociedades se basan en el trabajo», dice Dominique Méda.
No es «el trabajo o nada», por más que Thatcher y los thatcheritos unidos del mundo digan que no hay alternativa. Negar la alternativa, la posibilidad, el cambio, es negar lo humano. A trabajar nos obligaron, nos forzaron, nos educaron; en la Europa protestante primero, y de ahí al mundo. Según cuenta Iván Illich en El trabajo fantasma, en la Edad Media el trabajo tal como lo entendemos hoy, asalariado, era signo de sufrimiento y de completa impotencia. «Contrastaba con, por lo menos, tres tipos de labores: las actividades múltiples, gracias a las cuales la mayoría de la gente creaba su subsistencia, al margen de cualquier intercambio monetario; los oficios de zapatero remendón, barbero, tallador de piedra; las diversas formas de mendicidad gracias a las cuales la gente vivía de lo que otros compartían con ellas». «La necesidad de proveer todas las necesidades vitales mediante un trabajo asalariado era signo de completa impotencia en una época en la que la palabra pobreza designaba más una actitud estimable que una condición económica». El pobre, dice Illich, era lo contrario del poderoso, no del rico. Sin embargo, el incipiente capitalismo descubrió en el siglo XVII que la riqueza era el trabajo, y que entonces había que obligar a los pobres a trabajar, a ser útiles.
En el siglo XXI, donde sigue siendo sufrimiento, pero es todo lo que hay para subsistir, el trabajo es el oro de nuestras sociedades; no es algo que da el capitalista, sino algo que explota. Su riqueza es el trabajo que posee, que compra, que estamos obligados a venderle; el trabajo es siempre forzado.
En Europa, desde el siglo XVII, para obligar a los pobres a trabajar se crearon «casas de trabajo», una suerte de cárceles o escuelas, da igual, que, dice Illich, debían «sanar la pereza y desarrollar la voluntad para hacer el trabajo asignado», transformar a los inútiles mendigos en útiles trabajadores. Incluso en Ámsterdam, para quienes se resistían la educación, se creó un ingenio, una fosa inundable en la que se arrojaba a los presos, quienes debían bombear constantemente para evitar ahogarse, o sea, trabajar para vivir; ese era el mensaje. La policía del trabajo era la encargada de perseguir a los flojos, a los inútiles, y de llevarlos a esos centros de internamiento y reeducación para ser sanados. Los pobres se resistían violentamente, defendían y daban albergue a los que la «policía de los pobres» (así la llamaban en Prusia) definía como mendigos. Hasta el siglo XIX la gente, el pueblo, seguía resistiéndose contra el trabajo, contra la nueva economía: «Motines por un justo precio del trigo; motines contra el envío de su trigo a otras regiones; motines en apoyo a los prisioneros por deudas. Se sentían en su derecho cuando la ley parecía no coincidir con su tradición de justicia». La multitud se rebelaba contra los atentados a su economía, contra el encierro del ganado en cercados y luego contra el encierro de los mendigos. «Durante esos motines la muchedumbre era frecuentemente conducida por mujeres», cuenta Illich. Lo que defendían era su derecho a la subsistencia, o sea, a depender de sí mismos, de sí mismas.
¿Cómo se pasó de eso a defender, mediante huelgas, el derecho a tener un salario, el derecho a trabajar? El mecanismo social que logró lo que no pudieron las leyes y los centros de reeducación, afirma Illich, fue la división del trabajo en una categoría productiva y otra no productiva —el «trabajo fantasma»—, sin remuneración, «que se instauró con el encierro de las mujeres… en la casa». Las mujeres quedan relegadas, en la nomenclatura de Illich, a las labores de cuidado, ya no a la subsistencia, porque esa era su «naturaleza»; y a los hombres se los alienta y quizás conforta como seres laboriosos, trabajadores, que hacen crecer la economía… de la mano de su patrón. «En la práctica, la teoría del valor-trabajo fundaba la nueva división económica de los sexos, transformaba al hombre en catalizador de oro y degradaba a la mujer confinada al hogar como ama de casa económicamente dependiente y, por primera vez, improductiva».
En resumen, el trabajo es política, no un destino.
Hablemos de trabajo. Eso pensé y anoté al escuchar aquella conversación en el vacunatorio. Preguntemos. Por ejemplo: ¿hasta qué punto la presión del trabajo, el tiempo expropiado, la falta de tiempo es responsable de nuestra inconsciencia de la muerte? ¿No es emancipadora la conciencia de la muerte —saber que todo acabará, habrá acabado, quizás ahora, tal vez en un año o en treinta—, un momento de autonomía, conciencia y reapropiación de la propia vida, del tiempo, algún grado no de control, pero al menos sí de decisión sobre lo que queremos hacer o no? ¿Es la conciencia de la muerte el tiempo recobrado?
La geología es esa ciencia del tiempo largo, largo y lento; rocas, placas, alturas cordilleranas, profundidades oceánicas; miles y millones de años antes y quizás después de nosotros; «la geología nos proporciona una lente a través de la cual podemos observar el tiempo de una manera que trasciende los límites de nuestras experiencias humanas», escribe Marcia Bjornerud. Quizás hay algo de geológico en la muerte, en la conciencia de la muerte. Pensar en la inmensidad de no estar vivo, en esa inmensidad de tiempo antes y después de nosotros, de mí, de ti, eso debe hacer trascender, aunque solo sea un momento, los límites de la experiencia humana. Y entonces más aún de esa experiencia pobre y reducida que es el trabajo.
Lorde, en Los diarios del cáncer, cuenta que esa conciencia, formada en ella por el cáncer, marcó su voluntad. De algún modo la liberó, incluso en medio del trance, del miedo, de la pérdida, del sufrimiento que significa la enfermedad. Ella no dice voluntad, soy yo quien pone esa palabra; tampoco dice libertad. Pero sí lo dice: «Al vivir una vida consciente, bajo la presión del tiempo, trabajo con la consciencia de la muerte sobre mis espaldas, no constantemente, pero lo suficientemente a menudo como para que deje una marca sobre todas las decisiones y acciones de mi vida. Y no importa si esta muerte llega la semana próxima o dentro de treinta años; esta consciencia da otra amplitud a mi vida. Ayuda a formar las palabras que digo, las formas en que amo, mi política de acción, la fuerza de mi visión y de mi propósito, la profundidad de mi valoración de la vida». Por supuesto, la situación de ella es otra, es el cáncer, pero ¿no vale también para cualquiera, independientemente de la causa que lleva a la conciencia de muerte? Lorde, de hecho, plantea su testimonio individual como un instrumento colectivo; ella sabía que iba a morir, ¿no lo sabemos también nosotros, que vamos a morir? Nosotros, que trabajamos. Queremos descansar, esperar tranquilos la muerte: vivir. «La vida no piensa sino en descansar lo más posible mientras espera la muerte. La vida no piensa sino en morir», dijo Lacan. Suena verosímil. Y el trabajo, entonces, es la antivida, es activismo, intranquilidad, muerte, sí, pero muerte en vida.
El trabajo es un vampiro que te drena el ánimo, el alma, el espíritu, el cuerpo; tu tiempo, a ti. Y te injerta un virus que te copa la mente, que te parasita, como hacen las microavispas parasitarias con los pulgones: les implantan sus huevos, los pulgones siguen trabajando, alimentándose, para alimentar en realidad a los intrusos; el bicho parasitado toma un color parecido al oro (como para pensársela antes de entregarse al oro), se los llama ahora pulgones dorados o pulgones momia: son una suerte de muertos en vida, zombis, que terminan comidos por las avispas. El capitalismo es la paradoja de un vampiro que te roba la energía, pero que, al hacerlo, al morderte, no te convierte en vampiro, sino en un zombi. Alejandra Cox, la presidenta de la Asociación de AFP, ese sistema de ahorro individual forzado que hacen pasar por seguridad social, dijo: «Nicanor Parra trabajó hasta los 103, tenemos que potenciarnos como activos mientras la salud lo permita». O sea, trabajar hasta morir, ojalá; o al menos hasta que sirvamos. Vida muerta, muertos vivientes, no una vida que espera la muerte.
*Juan Rodríguez Medina es ensayista y periodista. Este artículo es un extracto del libro de su libro Recobrar el tiempo. Un ensayo contra el trabajo (Taurus, 2022).