El escapismo global se ha vuelto la excusa perfecta para mirar hacia otro lado mientras lo humano se derrumba.
Hay una “furia en el aire” (1). Una rabia que no nace de la nada, sino de un mundo saturado de información, hostil en sus formas y desbordado por su propia incapacidad de encontrar salidas políticas a los problemas más urgentes. No se trata solo del ruido digital o del intercambio crispado en redes sociales; es una furia más honda, alimentada por la sensación de que los liderazgos se han vaciado, de que las instituciones solo administran parches y de que lo humano se ha reducido a una estadística que se renueva cada día en los noticieros.
No es una reflexión nueva, ni está fuera de los análisis que muchos han planteado desde hace años. Hace unas semanas, tras la última cumbre de la ONU y las declaraciones que la acompañaron, se hace necesario decirlo con más firmeza que nunca: la política internacional ha normalizado la impotencia. Los discursos se llenan de condenas vagas, compromisos formales y llamados abstractos que rara vez se traducen en acción real. Y, mientras tanto, la furia se acumula, sin cauce ni resolución.
Gaza se ha convertido en el ícono más descarnado de esa derrota de lo humano. Cada imagen que circula —niños entre ruinas, hospitales bombardeados, familias despojadas de todo salvo de su miedo— se superpone con declaraciones políticas que parecen fórmulas repetidas, eufemismos, silencios estratégicos. Las cancillerías discuten resoluciones que rara vez se cumplen, los líderes ensayan condenas medidas que no alteran en nada la realidad y, mientras tanto, la muerte se normaliza como un paisaje más del conflicto. En Gaza no solo se libra una guerra: se libra la prueba de hasta qué punto el mundo tolera el desmoronamiento de lo humano bajo la excusa de la “complejidad” política.
La sobreinformación multiplica el daño. Al ver las imágenes una y otra vez, terminamos anestesiados: lo que debería indignarnos se convierte en consumo rápido. Compartimos, opinamos, nos indignamos un instante, pero el torrente de noticias nos arrastra hacia la siguiente tragedia, la siguiente crisis, el siguiente espectáculo de violencia. La furia queda en el aire, flotando, sin traducirse en una transformación real.
La hostilidad mundial, amplificada por los algoritmos y la torpeza de las diplomacias, parece haber reemplazado cualquier horizonte de justicia. Gobiernos que responden con sanciones simbólicas, organismos internacionales atrapados en la burocracia y ciudadanos desbordados por la impotencia: todos forman parte de un engranaje que se ha olvidado de la urgencia de lo humano.
Gaza debería ser un espejo en el que nos reconozcamos, un recordatorio de que detrás de cada cifra hay vidas que alguna vez aspiraron a la ternura, al descanso, a la cotidianeidad más simple. Pero se ha vuelto, más bien, un ícono de derrota: la constatación de que la furia domina el aire y de que el aire ya no nos alcanza para respirar como comunidad humana.
La furia seguirá ahí y si el mundo insiste en sostener las mismas respuestas ineficaces, no será solo Gaza el ícono de la derrota de lo humano: será el planeta entero. Pero la historia todavía no está escrita del todo. El aire puede volverse respirable si la ciudadanía se atreve a romper la indiferencia, a rescatar gestos de solidaridad y a exigir políticas que no sean meras fórmulas vacías. Lo humano no se pierde de una vez: se recupera o se deja caer cada día. Y en esa decisión, incómoda y urgente, todavía tenemos un margen de responsabilidad.
Notas
(1) Expresión tomada de una entrevista a Pedro Mairal, escritor argentino, septiembre 2025.
*Rossana Carrasco Meza es profesora de Castellano, PUC; politóloga, PUC; magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local, Universidad de Chile.