Lo que vuelve “tremenda” la votación de Kast no es una súbita conversión ideológica del país a la ultraderecha, como si Chile hubiese amanecido una mañana con una nueva identidad política homogénea, sino la confluencia —en un mismo punto del tiempo— de mecanismos distintos que se refuerzan entre sí.
La elección del 14 de diciembre de 2025 cristaliza un cambio de ciclo, sí, pero un cambio cuya textura es más plebiscitaria que doctrinaria: mucha gente no vota tanto “por” un proyecto histórico coherente, sino “contra” un período y experiencia cotidiana en que no se sintió protegida.
Con el voto obligatorio, esa dinámica se intensifica porque ingresa con más peso un electorado menos partidario, menos socializado en lealtades políticas estables, más dispuesto a usar el sufragio como una herramienta de evaluación práctica: si la vida se percibe más dura, más insegura o más incierta, el voto se vuelve castigo; si la política aparece incapaz de ordenar lo mínimo, se convierte en sanción. Y en ese escenario, la segunda vuelta se parece menos a un debate de programas y más a una escena de veredicto: se vota para cerrar una etapa, incluso aunque el reemplazo prometa algo que, en frío, no se comparte del todo.
La dimensión digital de la (nueva) esfera pública
Esa dimensión punitiva no flota en el aire ni se construye únicamente en el espacio institucional tradicional: hoy se produce y se amplifica en una esfera pública profundamente transformada, donde la plaza política ya no es la asamblea, el cabildo, ni siquiera el debate televisivo, sino la dimensión digital. Redes sociales, plataformas de videos cortos y mensajería privada se han convertido en los principales dispositivos de politización cotidiana, especialmente para quienes se incorporan al voto por obligación y no por militancia. En ese ecosistema, la experiencia política se organiza menos por deliberación y más por afectos intensos, por secuencias fragmentadas de miedo, rabia y desconfianza que circulan sin mediación. La política deja de vivirse como proceso colectivo y pasa a consumirse como relato inmediato, personalizado y emocional.
En ese marco, seguridad, crimen organizado, migración y la sensación de descontrol operan como verdaderos “organizadores” del miedo social. Cuando la inseguridad estructura la jornada, la pregunta política se vuelve brutal y primaria: “¿quién me protege?”.
La ultraderecha tiene aquí una ventaja comparativa decisiva, no solo por su posición ideológica, sino porque su paquete narrativo se adapta de manera casi perfecta a la lógica de las plataformas digitales: diagnóstico simple, culpables identificables, respuesta contundente, todo condensable en consignas breves, imágenes virales y gestos performativos.
La izquierda, en cambio, tiende a hablar con el lenguaje de las causas estructurales, de la mediación institucional, de la gradualidad y de los límites del Estado; es un lenguaje más verdadero muchas veces, pero estructuralmente desventajoso en un espacio comunicacional gobernado por algoritmos que premian la certeza rápida y la indignación.
La cobertura internacional sobre la elección chilena remarca precisamente el peso de seguridad y migración en la campaña y en el ánimo electoral, pero ese peso no puede entenderse sin asumir que hoy esas emociones se producen, circulan y se refuerzan en el espacio digital.
Cerrar un ciclo
Sin embargo, sería insuficiente atribuir lo ocurrido solo a “temas” o a una coyuntura comunicacional. El trasfondo es una fatiga larga del ciclo que se abrió en 2019 y que no logró cuajar en una arquitectura institucional capaz de cargar con la promesa transformadora.
Después del impulso y la esperanza, vino la derrota constituyente, vino la sensación de estancamiento, vino el cansancio. No porque la historia haya terminado, sino porque una parte del país quedó con la percepción de que se habló mucho de cambio sin que el cambio se convirtiera en protección tangible. Esa fatiga es política, pero también es afectiva, y hoy se procesa en un entorno digital que no amortigua el desgaste, sino que lo intensifica: la frustración se comparte, se multiplica, se confirma en burbujas algorítmicas que refuerzan la idea de abandono y desorden.
La promesa de futuro se vuelve frágil cuando el presente se experimenta como hostil, incierto o desordenado. No porque las personas hayan dejado de creer en el cambio en abstracto, sino porque la vida cotidiana no ofrece señales concretas de mejora. Cuando esa distancia entre promesa y experiencia se prolonga, el horizonte transformador pierde fuerza como expectativa colectiva y se transforma en fatiga. En ese contexto, el deseo político se orienta a menos incertidumbre, aunque esa previsibilidad sea conservadora y venga asociada a un proyecto duro de orden y jerarquía.
Lo que aparece entonces no es un giro ideológico consciente hacia la derecha, sino una disposición social a cerrar un ciclo que se percibe inconcluso. El período abierto en 2019 queda, para una parte relevante del electorado, marcado por grandes expectativas no traducidas en certezas institucionales duraderas, y esa percepción habilita una elección que funciona más como clausura que como adhesión. Por eso, en muchos análisis sobre el momento político chileno se repite la idea de un cierre incompleto del ciclo: no porque sus demandas hayan sido ilegítimas, sino porque no lograron consolidarse en una experiencia cotidiana de protección y estabilidad capaz de sostener políticamente la promesa de transformación.
En ese punto se abre la herida más estratégica: la incapacidad de la izquierda de ingresar —no retóricamente, sino orgánicamente— en sectores populares bajo voto obligatorio, en un contexto donde la socialización política ocurre cada vez menos en organizaciones territoriales y cada vez más en flujos digitales desanclados.
Lo popular no es un “segmento” al que se le habla en campaña; es un entramado material y cultural que exige presencia, mediación, confianza acumulada, lenguaje compartido, formas de organización que no se encienden solo cuando hay elección. Cuando esa mediación falta, el progresismo queda hablando desde arriba: con jerga, con marcos morales, con diagnósticos sofisticados, pero sin una traducción que haga sentido en la experiencia de agotamiento.
En ese vacío, las redes sociales funcionan como sustituto precario de comunidad: ofrecen pertenencia, identificación y relato, aunque sea a partir del miedo y del castigo. Y cuando la izquierda no logra convertirse en “sentido común” en lo popular, no es que el pueblo “se haga de derecha” automáticamente: se vuelve disponible. Queda abierto a quien ofrezca una solución rápida, aunque sea punitiva; a quien prometa control, aunque sea autoritario; a quien se presente como voz firme frente a un Estado percibido como incapaz.
Rearticulación de la masculinidad hegemónica
Si miramos este giro desde el feminismo –como lectura del poder históricamente encarnado— existe una rearticulación de la masculinidad hegemónica como forma de autoridad política funcional a la reproducción del capitalismo en un momento de crisis.
La masculinidad hegemónica, en el sentido fuerte del término, no es un rasgo de carácter ni una caricatura identitaria: es un estándar dominante que jerarquiza el orden social mediante la subordinación de las mujeres y la exclusión de masculinidades consideradas “débiles” o “desviadas”, y se sostiene en valores como autosuficiencia, autoritarismo, represión emocional, agresividad e hiperproductividad; sobre todo, opera como una lógica institucional que estructura Estado, mercado, familia y medios, naturalizando distribuciones desiguales de recursos y reconocimiento.
Visto así, el “orden” prometido por la ultraderecha no es solamente un paquete de medidas de seguridad: es una promesa de restauración jerárquica. En tiempos en que el capitalismo deja de ofrecer integración, estabilidad y horizontes colectivos, tiende a buscar legitimidad en figuras y dispositivos disciplinarios, y esos dispositivos han sido históricamente masculinos y elitarios: no por casualidad, sino porque desde sus orígenes el capitalismo necesitó un orden de género jerárquico para asegurar la reproducción del régimen de acumulación —expropiación de cuerpos femeninos, división sexual del trabajo, imposición de la familia patriarcal como unidad de reproducción de la fuerza de trabajo—; no fue accidente, fue condición estructural.
Esto permite leer con mayor precisión qué se “vende” cuando se ofrece mano dura y normalización. Se ofrece un retorno simbólico a un mundo controlable, pero ese control tiene dirección social: recae sobre quienes históricamente han sido gobernados como “problema” y no como sujetos —mujeres, pobres, disidencias sexogenéricas—, mientras se blinda la acumulación. Por eso es crucial entender que género y economía no se suman como capas separadas: el género funda sentido social y orden político; dicho de otro modo, no acompaña a los sistemas económicos, los constituye.
Aquí las redes no son un “medio” neutro: son un acelerador de esa restauración. La esfera pública digital premia el gesto de dominio, la humillación del adversario, la certeza sin prueba, el enemigo claro. La masculinidad hegemónica —en su versión contemporánea— se vuelve altamente viral porque su gramática encaja con la infraestructura emocional de las plataformas: confrontación, control, castigo, desprecio por la deliberación, performance de fuerza. Y cuando ese circuito se engancha con miedo social (seguridad, migración, descontrol), lo que se produce es algo más que propaganda: una pedagogía cotidiana de la subordinación, donde el orden se imagina como jerarquía.
En ese sentido, el auge de Kast en Chile calza con una constelación global en la que las ultraderechas encarnan una virilidad autoritaria, racista, misógina y homofóbica que promete restaurar un orden jerárquico perdido —con mujeres obedientes, disidencias expulsadas y capital mandando—.
Y esa ofensiva no es solo cultural: es política material. Se organiza contra feminismos, disidencias y justicia redistributiva, y en Chile se expresa en campañas digitales de odio, ataques a liderazgos femeninos y exaltación de la familia heteropatriarcal como núcleo moral de la nación.
Lo que pasó en Chile puede leerse como una recomposición del conflicto político en dos planos que se superponen. En el plano de la política, sigue existiendo izquierda–derecha, pero en el plano que hoy decide elecciones con voto obligatorio, y con una esfera pública digital dominante, la disputa se desplaza hacia orden–desorden, protección–abandono. La ultraderecha entiende bien esa gramática porque no necesita convencerte de un modelo de sociedad sofisticado: le basta con ocupar, también en redes, el lugar simbólico del “hombre de orden” —figura históricamente producida y masificada por Estado, mercado y medios— y prometer control.
Ese lugar se fortalece cuando la experiencia social es de descontrol y cuando el espacio comunicacional premia la simplificación autoritaria. El progresismo, en cambio, suele hablar desde el lugar del “Estado garante”, pero si ese Estado no se vuelve visible y eficaz en lo concreto —y narrable en la esfera digital— ese lugar simbólico se vacía. La gente no vota solo por lo que cree; vota por lo que siente que funciona.
Y aquí está el dilema central para una izquierda feminista y popular: no basta con denunciar el retroceso ni con afirmar la superioridad ética del proyecto progresista. La tarea histórica es reconstruir hegemonía también en la nueva plaza pública, disputando la palabra “protección” sin aceptar su traducción autoritaria. Eso implica volver a hacer creíble, material y mayoritario un orden democrático basado en libertad personal, derechos sociales, igualdad y seguridad social, frente a una restauración que se ofrece como pueblo pero que, en el fondo, es jerarquía, control y acumulación para élites.
En síntesis: la votación amplia de Kast se explica porque la elección funcionó como plebiscito de protección bajo voto obligatorio, en un clima donde seguridad y descontrol dominaron la sensibilidad social, amplificados por una esfera pública digital que favorece el miedo y la simplificación, y donde el progresismo no logró sostener una hegemonía popular que tradujera su horizonte en instituciones, rutinas y alivios cotidianos capaces de circular con fuerza en ese mismo espacio. La ultraderecha no ganó solo por sus ideas; ganó porque ocupó, con un lenguaje simple y eficaz en la nueva plaza pública, el lugar vacío de la certeza.
Desde el feminismo, el problema no es el orden en sí, sino quién lo define y con qué fines. La ultraderecha presenta como orden lo que en realidad es una forma de dominación masculina que reordena la crisis a través de la obediencia y el castigo. Ese orden no garantiza seguridad social ni igualdad; garantiza subordinación. Por eso, la disputa feminista no es contra el orden, sino contra su traducción autoritaria en una mayoría de figuras masculinas.
*Daniela López Leiva es militante del FA