Jeanette Jara, la candidata del Partido Comunista de Chile, ganó las primarias de la centroizquierda el 29 de junio pasado. Varios de los análisis que circularon por los medios apuntaron a sus habilidades “blandas”: la cercanía, su capacidad de “escucha activa” (es un concepto que Jara utiliza al interpelar a sus contendores), el cariño por su lugar de origen y su sencillez. Estas “habilidades” no son otra cosa que afectos que nombran de determinado modo a una persona, su forma de hacer política o el proyecto que representa. Nadie diría (supongo) que el trumpismo expresa el amor por los derechos, aunque tal vez podría decir que representa el amor por una América grandiosa y blanca.
Los afectos no son necesariamente transformadores, pueden expresar las pasiones más tristes y odiosas. Suelen asociarse a adjetivos –duros o blandos, afectivos o racionales, alegres o tristes– que antagonizan la complejidad de los procesos políticos, pero son efectivos a la hora de señalar lo que entendemos colectivamente por un afecto. Contra una tradición racionalista, los afectos no son la expresión más pura y previa a la conformación de un sujeto, no son prepolíticos ni representan lo que llamamos constantemente la “desafección de la política”, pues son el modo de expresarse de la política y, en la actualidad, esto se observa de modo más patente.
Si la nación “tiene un corazón”, como ha dicho la teórica feminista Lauren Berlant, o las ciudades son furiosas, y los ciudadanos son depresivos por el triunfo del individualismo, el llamado no es a “racionalizar” los sentimientos, sino, más bien, a apropiarse de los sentimientos inadecuados de un modo productivo. Claro que las personas están desilusionadas de la política y la tratan con indiferencia, cómo podría ser de otra forma si confían en un todo o nada.
Los afectos importan y no son solo habilidades, hablan en política y construyen subjetividades y sentimientos públicos, por eso, deben ser trabajados para apostar por una política del contacto, de la construcción con otros, versus la afectación individual. Aunque no se trata, por cierto, de esconder el padecimiento de cada persona por una promesa de felicidad colectiva que nos haga sentir, una y otra vez, fracasados porque no se cumple.
Con la ultraderecha respirando cerca, es urgente pensar una política que contenga y venza a la ira.
*Karen Glavic es filósofa y crítica cultural.