Hace unos días en una micro, una joven miró por la ventana. No por mucho tiempo. Apenas un segundo, como si el cielo le dijera algo y luego ya no. Después volvió al celular. Y no sé por qué, pero esa escena me quedó dando vueltas. ¿Qué habrá pensado en ese momento? ¿En alguien? ¿En nada?
Antes, era normal perderse en una idea. Dejar que las preguntas llegaran solas. Una caminata larga. Un café frío en la mesa. Un cuaderno rayado con garabatos. Y, sí, a veces salía algo. Una intuición, una duda, incluso una decisión. Pero ahora… ahora todo es rápido. Todo es respuesta.
Y en medio de esa velocidad, aparece la inteligencia artificial. La IA. Responde todo, lo sabe todo, lo escribe todo. En segundos. Y, sí, lo hace bonito. A veces tan bien que uno se asusta un poco. Pero no piensa de verdad. No como pensamos nosotras, nosotros. Porque pensar duele a veces. Desordena.
La IA no se equivoca por cariño, no cambia de opinión por una conversación, no se queda despierta pensando en si está bien lo que dijo. No hay cuerpo ni historia ahí.
Pero lo más terrible no es eso. Es que nos estamos quedando sin ganas de pensar. A estas alturas ya no solo nos da flojera, también nos da miedo el error. Preferimos que nos digan qué opinar, qué escribir y qué sentir. Y lo hacemos.
La verdad, esto no empezó con los robots. Ya antes las redes sociales nos habían enseñado a tener opinión para todo, aunque no supiéramos nada. Lo importante es sonar seguras, seguros. Sonar firmes. Aunque por dentro estemos llenas, llenos, de signos de pregunta. Las redes sociales nos entregaron los titulares tendenciosos, la información sin respaldo y también nos generaron un algoritmo que nos encasilló en una forma de pensar especifica. Nos regalaron la posibilidad de estar solas, solos, y de no necesitar a nadie más.
Aun así, sentimos el vacío porque, sí, podemos pedirle a la IA una carta de amor, un poema, un consejo. Pero cuando de verdad te duele algo… cuando perdiste a alguien, cuando te traicionaron, cuando estás sola, solo, y no sabes bien qué hacer con tu vida… ahí no basta un párrafo bonito.
Ahí, necesitas pensar. Escuchar a tu mente y a tu cuerpo, en silencio.
Pensar no es para gente ociosa. Es para gente viva. Para quienes no quieren tragarse todo tal cual se lo entregan. Pensar es rebelarse. Y, a veces, sí, es quedarse sin respuesta. Y eso también está bien.
No queremos que las voces jóvenes, tan llenas de fuerza, tan nuevas, estén siendo empujadas a sonar perfectas. A parecer inteligentes. A decir siempre la palabra precisa.
En cualquier caso, no se trata de competir con la IA sino de volver a hablar con nuestras palabras. Aunque nos tiemble la voz. Aunque nos demoremos. Aunque no suene tan prolijo.
Pensar es eso: decir “no sé, pero quiero entender”.
Y amar el mundo real lo suficiente como para no rendirse al primer clic.