Rossana Carrasco Meza / Gobernar sin límites: el riesgo autoritario que asoma en las fronteras

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En América y en el mundo se extiende un inquietante reflejo del pasado: el avance de líderes que gobiernan por decreto, que desprecian los límites institucionales y que convierten el miedo en herramienta política. Desde Buenos Aires hasta Washington, el discurso del orden absoluto se vende como remedio a los males del presente. Pero lo que se esconde detrás de esa aparente eficacia es la erosión silenciosa de la democracia.

Javier Milei y Donald Trump, cada uno a su modo, encarnan la tentación de gobernar sin controles. La promesa de “hacer lo que haya que hacer” frente al caos económico o la inseguridad se traduce, en la práctica, en un desprecio por los contrapesos republicanos, los derechos humanos y la transparencia. Los decretos sustituyen el diálogo político; la fuerza reemplaza al consenso. Lo urgente se impone sobre lo justo.

Esa misma lógica comienza a asomar también en Chile. Hace unos días, el gobierno anunció que “en los próximos días presentaremos una reforma constitucional que nos permitirá, mediante decreto supremo y por el tiempo que se estime necesario, desplegar a nuestras Fuerzas Armadas en la frontera”. La medida, presentada como respuesta al aumento de la migración y la delincuencia, refleja un patrón preocupante: la creciente disposición de los gobiernos democráticos a usar la excepcionalidad como norma.

Sin embargo, el verdadero debate debería centrarse en una pregunta esencial: ¿se trata de una medida efectiva o simplemente efectista? ¿Resuelve realmente la problemática de la delincuencia asociada a la migración, o solo busca mostrar acción frente a la presión mediática y el temor ciudadano? Militarizar la frontera puede dar una sensación inmediata de control, pero no ataca las causas estructurales de los delitos ni desmantela las redes que lucran con la vulnerabilidad de quienes migran.

La experiencia internacional demuestra que este tipo de respuestas suelen derivar en abusos, colusión policial y nuevas formas de violencia. Cuando las Fuerzas Armadas asumen tareas de orden interno, se debilita la institucionalidad civil y se abren espacios de opacidad. Lo que se presenta como una solución “temporal” puede fácilmente convertirse en una práctica permanente —una herramienta de gobierno peligrosa, difícil de revertir, que normaliza la intervención militar en asuntos civiles.

Además, la medida revela una mirada reduccionista sobre la migración. Quienes llegan a Chile desde otros países no son una amenaza: son parte de la historia viva del continente, del intercambio humano, cultural y económico que ha enriquecido a nuestras sociedades por generaciones. La migración no es el problema; el problema es la desigualdad, la falta de integración y la ausencia de políticas públicas que la aborden de manera integral. Convertir esa realidad compleja en un asunto militar solo puede multiplicar el sufrimiento y perpetuar la ignorancia.

Por eso, como ciudadanía, tenemos el derecho —y el deber— de conocer los fundamentos de esta propuesta. ¿Cuáles son sus objetivos reales? ¿Qué evidencia respalda su necesidad? ¿Qué controles existirán para prevenir abusos y excesos? Muchas y muchos estamos legítimamente sorprendidos por la rapidez y el tono de esta decisión, que parece responder más al miedo que al análisis. Y, sobre todo, preocupa el precedente: abrir esta práctica como herramienta de gobierno puede ser el primer paso hacia un poder sin contrapesos.

Gobernar por decreto es, en esencia, gobernar con miedo. Es sustituir la deliberación por el grito, el derecho por la excepción. En el corto plazo puede parecer eficaz: se firman medidas, se anuncian “resultados”, se castiga a los “enemigos”. Pero en el largo plazo deja cicatrices profundas: democracias debilitadas, fronteras violentas, migrantes desechables y policías fuera de control.

La historia enseña que el autoritarismo no llega de golpe: se instala poco a poco, bajo la promesa del orden y los aplausos del miedo. La verdadera defensa de la seguridad y la soberanía no se logra suprimiendo derechos, sino garantizándolos. Gobernar dentro de la ley es más difícil, más lento y menos espectacular, pero es el único camino que evita que el remedio se vuelva peor que la enfermedad.

*Rossana Carrasco Meza es profesora de Castellano y politóloga (PUC), y magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local (U. de Chile).

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