Rossana Carrasco Meza / Mal cosidos. El difícil oficio de transformar Chile

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Le entregué a usted mis zapatos con la esperanza de que los recompusiera. No le pedí que los destruyera, ni que me hiciera otros. Le pedí una compostura.

Juan José Arreola, Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos.

La política chilena atraviesa un momento de desgaste, desafección y repliegue. La promesa de refundación que se abrió tras el estallido social de 2019 se transformó, con rapidez y dolor, en una serie de frustraciones acumuladas. En ese proceso, la izquierda —tradicional y emergente— asumió un rol central: la ciudadanía le entregó, por primera vez en décadas, no solo el diagnóstico del malestar, sino también las herramientas para repararlo. Y, sin embargo, el resultado fue decepcionante para muchos.

Como en el cuento de Arreola, donde el narrador confía a un zapatero sus zapatos desgastados esperando una reparación, pero recibe a cambio un calzado desfigurado, así también la sociedad chilena encargó a su clase política una “compostura” democrática, no una demolición improvisada ni una obra inconexa. La Convención Constitucional —con todas sus luces y sombras— erró en su lectura del encargo que se le hizo. Las reformas necesarias se presentaron muchas veces como ruptura total. Se intentó cambiar la forma del zapato sin considerar la horma del usuario.

El gobierno del presidente Gabriel Boric, a su vez, ha debido ejercer en medio de múltiples tensiones: lidera un proyecto que se planteó como transformador, pero se ha visto forzado a maniobrar entre la necesidad de estabilidad institucional, la presión de los mercados, la inseguridad ciudadana y una creciente fragmentación política. Aunque las administraciones de Sebastián Piñera y Michelle Bachelet también enfrentaron niveles críticos de aprobación —con Piñera cayendo al 13–14 % en 2019 y Bachelet rondando el 22 % en 2016, cifras incluso más bajas que las de Boric—, la percepción actual sugiere que una parte importante de la ciudadanía aún no reconoce en La Moneda al zapatero hábil que repara con precisión y a la medida del usuario. Más bien, observa a un gobierno que, pese a su vocación reformista, se ha visto limitado por un Congreso dividido y por una oposición que ha hecho de la obstrucción una táctica sistemática. En este escenario, más que avanzar con paso firme, el Ejecutivo se ha visto obligado a corregir sobre la marcha, buscando mantener el equilibrio entre el impulso transformador y la necesidad de gobernabilidad.

Sin embargo, el fracaso parcial de la izquierda no significa el fin del proyecto transformador. Más bien, impone una pregunta urgente y profunda: ¿qué tipo de zapatos necesita la democracia chilena para realmente avanzar? ¿Zapatos nuevos y llamativos, pero incómodos y ajenos a quien los debe usar? ¿O zapatos hechos a la medida, con el conocimiento y respeto por el terreno, capaces de resistir los caminos difíciles y adaptarse a cada paso?

Responder a esta interrogante implica recuperar la figura del artesano político, ese que no solo trabaja por interés personal, sino que se guía por un compromiso profundo con su oficio. Como bien lo expresa Arreola: Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos. Solo desde esta ética será posible restituir la confianza y coser con precisión los hilos de una democracia que se siente cada vez más desgastada.

Este oficio, esta dedicación y ética en el trabajo, es justamente lo que la política chilena debe recuperar: un compromiso sincero que vaya más allá de los intereses inmediatos y busque reparar con paciencia, precisión y humildad.

Por eso, los zapatos que requiere nuestro país deben cumplir con ciertas características fundamentales.

Primero, deben ser resistentes, capaces de sostener el peso de décadas de desigualdad y exclusión. Eso implica instituciones más robustas, una reforma tributaria justa y un Estado presente que no solo asista, sino que proteja derechos.

Segundo, deben ser flexibles, adaptados a un país más diverso que nunca: cultural, generacional y territorialmente. No se puede construir democracia sin incorporar, de forma efectiva, voces históricamente marginadas.

Tercero, deben estar hechos con participación real. No basta con consultas simbólicas ni con activismo de élite: la ciudadanía quiere ser parte del proceso, no solo espectadora del resultado.

Cuarto, deben garantizar gobernabilidad y seguridad. La izquierda no puede permitir que la promesa de justicia social sea leída como incapacidad para ejercer el poder. La eficiencia también es un valor progresista.

Y, por último, deben ser cómodos para el andar colectivo: ni apresurados por ideologías abstractas, ni tan conservadores que inmovilicen. La buena política es aquella que acompaña el ritmo del pueblo sin herirlo ni abandonarlo.

La democracia chilena no necesita zapatos lujosos ni de vitrina. Necesita un par bien hechos: resistentes como la memoria de su pueblo, flexibles como su diversidad, firmes como su deseo de justicia. Zapatos que no teman el barro ni el polvo del camino; que no se rompan ante el primer tropiezo, ni aprieten hasta dejar heridas. Necesita un calzado digno, hecho con oficio y alma, que nos permita andar juntos —aunque no todos al mismo paso— hacia un horizonte compartido.

Porque transformar Chile no es solo administrar leyes ni redactar constituciones: es entender la hondura de un encargo histórico. Y la izquierda, si quiere volver a caminar junto al pueblo, debe recordar que gobernar también es un arte: el arte de coser con manos firmes, oír con respeto, y calzar sueños en la tierra. Un arte difícil, pero no imposible. Uno que, cuando se hace bien, deja huella.

*Rossana Carrasco Meza es politóloga (Pontificia Universidad Católica de Chile) y magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local (Universidad de Chile).

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