La derrota de Jeanette Jara no es un hecho aislado ni meramente coyuntural. Marca el cierre de un ciclo político iniciado con la revuelta de 2019, atravesado por el proceso constituyente, la llegada del Frente Amplio al gobierno y, finalmente, la recomposición de fuerzas reaccionarias en Chile y el mundo. El desafío es comprender este desenlace sin caer en lecturas autodestructivas ni en explicaciones simplistas que atribuyan responsabilidades únicas.
El cierre de un ciclo político
La derrota electoral del 14 de diciembre, que culmina con la llegada de la ultraderecha al gobierno encabezada por José Antonio Kast, constituye el punto final de un ciclo largo electoral. Este ciclo se abrió con la irrupción de masas en octubre de 2019, continuó con la esperanza depositada en el cambio constitucional, se expresó en el triunfo presidencial de Gabriel Boric y se cerró con el rechazo de dos propuestas constitucionales y una derrota electoral decisiva.
La derrota debe ser entendida como un proceso complejo. Resulta imprescindible evitar análisis autoflagelantes que busquen destruir lo construido como partido y como proyecto político. Esto porque la mayoría de estos ejercicios críticos, no son honestos, sino que buscan sacar réditos políticos pensando en lo que viene. Este ejercicio será impulsado tanto por la derecha, en el marco de su “batalla cultural”, como por sectores del progresismo que disputan la conducción de la oposición. La crítica necesaria debe ser honesta, profunda y orientada a fortalecer el proyecto colectivo.
Para ello, es útil distinguir entre condiciones de base que estructuraron la derrota y factores coyunturales que la precipitaron. La tesis central es que, aunque el escenario era adverso, la derrota no estaba completamente determinada. Existieron escenarios de disputa que no fueron plenamente aprovechados y donde tenemos una enorme responsabilidad que asumir.
Condiciones de base de la derrota
El gobierno y la crisis del relato
El gobierno del presidente Gabriel Boric enfrentó una serie de situaciones que erosionaron de manera sostenida la credibilidad del proyecto. Dos casos golpearon directamente el núcleo del relato frenteamplista. Por un lado, el caso Fundaciones, con episodios como Democracia Viva y ProCultura, dañó gravemente la idea de que se llegaba al Estado “con las manos limpias” para transformar la política. Por otro, el caso Monsalve puso en cuestión la práctica feminista que había sido una de las señas identitarias del proyecto.
A ello se sumaron reiterados errores de gestión política que facilitaron la instalación de un consenso hegemónico sobre la supuesta inexperiencia del gobierno. Aunque muchos de los episodios más graves estuvieron protagonizados por cuadros provenientes de partidos tradicionales, el relato adversario logró imponerse. La conflictiva instalación en el Ministerio del Interior con la salida de Izkia Siches, la renuncia de Giorgio Jackson y el terminar con la salida de Diego Pardow por los errores de gestión como los asociados a las cuentas de la luz, terminaron por consolidar una imagen de fragilidad gubernamental.
Sin embargo, el principal problema no radica únicamente en estos episodios, sino en la forma en que se resolvió políticamente la salida institucional a la revuelta de 2019.
La revuelta, la temporalidad y el error estratégico
Toda transformación profunda es también una cuestión de tiempos. En contextos “normales”, la política avanza mediante ritmos institucionales, acumulación paciente y disputas reguladas. Pero cuando la historia se acelera y las masas irrumpen como sujeto político, como ocurrió en 2019, esos ritmos se rompen. En palabras de Lenin, en esos momentos las masas “aprenden en una semana más que en un año de vida rutinaria”.
La revuelta de 2019 representó un momento de política condensada que, sin embargo, terminó diluyéndose sin victorias materiales inmediatas para las grandes mayorías. La pandemia profundizó esta frustración, desplazando a la sociedad desde la acción colectiva hacia el encierro, el temor y el individualismo. Ese clima resultó especialmente propicio para el avance de expresiones reaccionarias.
El error estratégico central fue apostar casi exclusivamente al cambio constitucional como salida a la crisis, sin acompañarlo de medidas urgentes que mejoraran de forma visible las condiciones de vida de la población. Ni siquiera me refiero a la idea de ciertas izquierdas de que era posible destituir a Piñera y que el acuerdo del 15 N habría desviado las energías. Un país con un Estado fuerte e institucional como el chileno era casi imposible que catapultara del poder a Piñera de la forma que hacen otros países de la región. El acuerdo del 15N fue capaz de dar una salida estratégica a un momento de espontaneidad y confusión. Sin embargo, los reclamos centrales de la calle estaban centrados en el malestar de la desigualdad y el abuso. Pensiones, salarios, costo de la vida, salud y vivienda debieron haber sido el eje inmediato de la respuesta política. Al no alcanzar conquistas concretas en el momento de mayor movilización social, se otorgó tiempo a la élite para recomponerse y articular una contraofensiva.
Como advertía Bertolt Brecht, “no hay nada más parecido a un fascista que un burgués con miedo”. Ese miedo inicial de las élites, visible en 2019, fue reemplazado por una reacción organizada, favorecida por la ausencia de resultados palpables para el pueblo.
La Convención Constitucional, lejos de consolidar el impulso transformador, se convirtió en un factor de desilusión masiva. Su fracaso significó una derrota política de la que el gobierno nunca logró recuperarse. La idea de postergar los cambios, expresada en la frase de Giorgio Jackson de que “hay cosas de nuestro programa que no se podrían ejecutar con la Constitución actual”, terminó por confirmar la percepción de la frustración con el curso de los hechos. Como advertía Saint-Just, “quien hace revoluciones a medias no hace sino cavar su propia tumba”.
El voto obligatorio y el “nuevo pueblo”
La introducción del voto obligatorio en 2022 incorporó de golpe a cerca de cinco millones de nuevos votantes, alterando profundamente el escenario electoral. Los datos muestran que el progresismo mantiene un caudal relativamente estable de votos, en torno a los cinco millones, pero ha sido incapaz de expandirse hacia ese nuevo electorado.
Atribuir este fenómeno a un giro ideológico masivo hacia la ultraderecha resulta simplista. El mismo electorado rechazó la propuesta constitucional republicana en 2023 y ha mostrado comportamientos disímiles en elecciones locales y parlamentarias. Más que un alineamiento ideológico coherente, lo que emerge es un gran “afuera” social y político.
Autores como Kathya Araujo y Juan Pablo Luna han descrito este afuera como un sector popular distante de la política institucional, desconfiado de las élites y proclive a expresar su malestar mediante el rechazo. No se trata de un centro moderado y nostálgico de los consensos de los años noventa, sino de un espacio atravesado por rabia, frustración y demanda de cambios radicales.
Este “nuevo pueblo” vive crecientemente al margen del Estado: economías informales, plataformas digitales, redes ilegales y formas de sociabilidad desvinculadas de lo público debilitan el sentido de la política institucional. En ese contexto, el rechazo se vuelve una respuesta racional frente a un Estado percibido como lejano e ineficaz.
La ultraderecha en un contexto global
El avance de la ultraderecha en Chile no puede entenderse aisladamente. Forma parte de una arremetida global de fuerzas reaccionarias que disputan el malestar social en un contexto de crisis estructural del modelo de acumulación capitalista en su fase neoliberal. La crisis financiera de 2008, las movilizaciones globales de la década siguiente y la pandemia configuraron un escenario de agotamiento del orden vigente. Todo eso se muestra hoy en guerras regionales, genocidios, intervenciones imperialistas abiertas, crisis moral de la idea reguladora de la globalización y otros.
Tras un breve ciclo de respuestas progresistas —Syriza, Podemos, el Frente Amplio— emergió una contraofensiva conservadora de alcance internacional: Trump, el Brexit, Meloni, Orbán y, en América Latina, experiencias como Bolsonaro y Milei. José Antonio Kast se inscribe en esa red internacional reaccionaria, combinando conservadurismo cultural y liberalismo económico.
Como señala Álvaro García Linera, vivimos un “interregno” caracterizado por la ausencia de proyectos hegemónicos duraderos. Se suceden victorias y derrotas cortas, tanto de la izquierda como de la derecha, sin que ninguna fuerza logre consolidar una salida estable a la crisis. Este carácter liminal define el tiempo político que enfrentamos.
Condiciones coyunturales y la candidatura de Jeanette Jara
En este escenario estructural adverso, la candidatura de Jeanette Jara enfrentó dificultades de base evidentes. Su condición de exministra la vinculó inevitablemente al gobierno saliente en un contexto de fuerte rechazo a las autoridades. Al mismo tiempo, su militancia en el Partido Comunista activó resistencias profundas en sectores significativos del electorado, resistencias que fueron reforzadas por polémicas sobre sus posiciones en materia internacional y declaraciones desafortunadas de dirigentes del propio partido.
Estas condiciones eran conocidas de antemano. El problema no recae exclusivamente en la candidatura de Jara o en el PC, sino también en la incapacidad del Frente Amplio para construir una alternativa propia, planificada y competitiva. La improvisación en la definición de candidaturas previamente, desde la búsqueda de Tomás Vodanovic, pasando por la opción Bachelet, hasta llegar a Gonzalo Winter, evidenció una grave falta de estrategia.
Como principal fuerza del progresismo, el Frente Amplio no estuvo a la altura del desafío histórico de dar proyección al Gobierno, cediendo el liderazgo en una contienda decisiva y renunciando a disputar con fuerza ese “afuera” popular que observó el proceso desde la distancia desconfiada.
Margen de maniobra
Max Weber afirmaba que “nuestros descendientes nos harán responsables ante la historia no principalmente de la forma de organización económica que les leguemos, sino de la cantidad de margen de maniobra que les consigamos y leguemos en el mundo”. Esta idea permite evaluar el ciclo más allá de la derrota electoral.
Pese a los errores, el gobierno de Gabriel Boric dejó conquistas sociales significativas —reducción de la jornada laboral, aumento del salario mínimo, avances en pensiones— que constituyen trincheras desde las cuales resistir y volver a avanzar. No son logros menores, sino acumulaciones históricas que amplían el margen de maniobra futuro.
En la Región de Valparaíso, el balance del ciclo es mayoritariamente positivo. El Frente Amplio consolidó su presencia territorial, sostuvo gobiernos locales clave, conquistó por primera vez la alcaldía de Valparaíso con Camila Nieto y jugó un rol decisivo en la reelección de Rodrigo Mundaca como gobernador regional. En el plano parlamentario, se mantuvo el liderazgo frenteamplista como principal fuerza del progresismo.
Tras diez elecciones en cinco años, el Frente Amplio no solo sobrevivió, sino que se consolidó como la principal fuerza progresista de la región. Esta acumulación territorial e institucional constituye una base sólida para enfrentar la etapa que se abre y disputar, desde lo local y lo social, el avance de la ultraderecha.
La derrota es real y profunda, pero no clausura el proyecto. Existe margen de maniobra, experiencia acumulada y una base militante que permiten pensar en un nuevo ciclo de reconstrucción política.
*Sebastián Farfán es presidente del Frente Amplio, Región de Valparaíso.