En Gente en transición, un texto de 14 relatos breves, Neto Águila Zúñiga realiza un ejercicio de reconstrucción de la memoria colectiva del país mientras transita por su propio trayecto vital, como si intentase darle forma al espíritu de una época y a la generación de los 80 para, de esa forma, explicarse a sí mismo y su propia historia.
El relato central trata sobre un grupo de compañeros de militancia y viejos amigos que se reúnen en torno a un asado en la casa del narrador a recordar la proeza de su juventud: sobrevivir a la época del terror y recuperar la democracia. Mientras deambula entre sus invitados, el narrador recuerda cómo todos ellos vivieron ese último año de la dictadura, el tránsito hacia la democracia tutelada y la repartición del poder con su tendencia habitual a concentrarse y excluir.
Ese dirigente joven e ingenuo, en medio de su ilusión por la victoria, afirma con certeza “nada podrán hacer sin nosotros». En poco tiempo adviene el desengaño y se da cuenta que él y sus compañeros de lucha se están “quedando fuera de la foto”. Y es que el poder es así: desagradecido, injusto, traidor y, sobre todo, muy peligroso.
La transición fue para muchos de la generación del narrador, como relata el flamante ministro de la naciente democracia “pasar en punta de pie por un campo minado”y un trayecto así, no se hace sino aterrorizado, el miedo paraliza e impide el cambio. En ese sentido, nuestra democracia nace aterrorizada, es hija del trauma, de los desaparecidos y las violaciones a los derechos humanos. De eso, ninguna sociedad sale indemne, menos sana.
La vida de millones quedó irreparablemente dañada, enferma, como Teresa, la protagonista de “La última estación”. Una profesora que imparte clases en Estados Unidos hace más de veinte años. Optó por el autoexilio, pero aún no logra reelaborar el trauma de la pérdida de la patria, las raíces y el hogar. Perder la patria es para Teresa extraviarse a sí misma, el desarraigo la arrastra a la cama y a la depresión. La identidad y la vida fragmentada en pedazos, sin posibilidad de integración. Tal como Chile, que aún sangra y sigue dividido entre aquellos que apoyaron el Golpe y votaron por el Sí y quienes se opusieron a la dictadura y lucharon por el retorno a la democracia.
Pero, al menos, el protagonista de Gente en transición resiste y sigue vivo, dejó de mitificar el pasado a diferencia de sus viejos amigos que describe como “fantasmas de carne y hueso cuyas vidas han quedado fijadas en un pasado remoto que glorifican”. A él, en cambio, el pasado le parece ya muy lejano “y ha empezado a dudar de su importancia”.
En el presente, él escribe discursos e intenta incidir en el poder gubernamental que ahora conduce la generación más joven que vino a impugnarlos y “arrebatarles” el poder con una feroz crítica política a la dichosa transición y los 30 años. Después de todo, se habían dedicado a administrar el legado de la dictadura, en algunos casos, incluso a profundizarlo, y habían hecho justicia en la medida de lo posible, es decir, bien poca.
En “La última jugada”,el narrador es un provinciano, como el autor, que se muda a Santiago, en plena dictadura, y asiste a ver torneos de ajedrez. Sigue el trayecto de Shuller, un jugador que es buenísimo y tiene todo para ganar el campeonato, pero el camino se trunca; como buen obsesivo, Schuller es prisionero de su neurosis y se le acaba el tiempo. Aquellos que llevan una mancha, como la del baño en el hogar familiar del narrador, se sienten de antemano derrotados, son derrotas que dejan heridas tan profundas que siguen sangrando, no sanan. Como podría ser el fracaso de un ideal, un sueño que arde en llamas, un sueño que se convierte en un infierno y deja un reguero de muertos, o un país habitado por personas que están mitad vivas y mitad muertas, es decir, traumadas y neuróticas, enfermas de miedo.
El relato “El gran delator”aborda el clásico tabú entre la militancia de izquierda, la traición y la colaboración con el torturador. Luciano Vera, un exmilitante talentoso que transiciona a colaborador y al que se le perdió el rastro, obsesiona a Pepe que está escribiendo un libro sobre él. Esa transición tan enigmática, quizás responda a la dialéctica del amo y el esclavo, mutar de víctima a victimario. La pregunta es cómo transmutar esa dialéctica para que la experiencia del exterminio y la tortura no se vuelva a repetir, el Nunca más, quetanto hemos repetido desde el retorno a la democracia, sobre todo ahora, que parece temblar bajo las capas tectónicas del miedo y los nuevos modelos de autoritarismo que azotan a Chile y al mundo. Quizás eso se deba a que nuestra sociedad está poseída por el miedo y al mismo tiempo, el horror comienza a parecerle muy lejano.
Ese miedo, probablemente, proviene de las pulsiones más profundas provocadas por la incertidumbre y falta de certezas del Chile neoliberal, como con ironía retrata el autor en los cuentos “Corrector de apellidos” o “Perdidos en el espacio”.
Quizás la seguridad que necesitamos es una que proviene de la esperanza en el porvenir, de lo contrario, la pulsión de muerte destruirá el vínculo social y todo a su paso o, en palabras del autor: “Pensé que si nadie hacía algo pronto se llenaría la calle de porquerías; y que bajarían del cerro esos perros flacos que ladraban por las noches a husmear las bolsas de basura. Perros con cara de lobos y hambre de varios días”.