En tiempos donde la prisa y el olvido son moneda corriente, releer a Juan Rulfo es un acto esencial. No se trata solo de regresar a un autor consagrado, sino de volver a una voz que nos conecta con las fibras más hondas de la existencia humana y latinoamericana. Con sus libros —la novela Pedro Páramo y el libro de cuentos El llano en llamas—, Rulfo trazó un universo en donde el lenguaje es tierra, silencio y herida. Volver a él no es nostalgia: es necesidad.
Los silencios, las ausencias, los ecos
El llano en llamas, publicado en 1953, reúne 17 cuentos que hoy son pilares de la narrativa mexicana y latinoamericana. Historias breves, pero cargadas de un peso emocional y simbólico que solo se revela con el tiempo. Releer estos cuentos no es repetir una lectura: es descubrir una verdad que había permanecido dormida en las palabras.
Uno de los más exigentes —y al mismo tiempo inolvidables— es Luvina. En apariencia, es el testimonio de un hombre que habla de un pueblo seco, inhóspito, inmóvil. Pero en realidad, es una metáfora del país profundo, del abandono que se hereda, de la esperanza que se pudre al sol. Releer Luvina es enfrentarse a la desesperanza sin adornos. No hay consuelo en sus líneas, pero sí una belleza brutal que nos obliga a mirar donde normalmente no queremos mirar.
Lo mismo ocurre con Es que somos muy pobres, donde la fatalidad atraviesa cada gesto cotidiano. La historia de la niña que pierde a su vaca y, con ella, la única posibilidad de escapar al destino de la prostitución, es de una crudeza que cala hondo. Pero no hay moralismo ni lamento en la narración: solo una constatación serena, casi resignada, de lo inevitable. Releer este cuento es descubrir que en unas pocas páginas se puede contar todo: la pobreza, la injusticia, la desigualdad, el dolor mudo.
Diles que no me maten, por su parte, nos confronta con la circularidad de la violencia. El rencor, la venganza, la culpa heredada: todo se condensa en ese diálogo entre el viejo Juvencio Nava y los soldados que vienen por él. Cada relectura de ese texto nos recuerda que en México —y en tantos otros rincones del mundo— la historia no avanza: gira en espiral, siempre hacia el mismo abismo. La muerte, en Rulfo, no es el final, sino una presencia constante que respira entre las líneas.
Y No oyes ladrar los perros, quizá uno de los relatos más simbólicos del libro, nos habla de la esperanza más dura, más desgarrada. Un padre lleva a su hijo herido a cuestas, buscando ayuda. Apenas se hablan. La caminata es larga, los reproches silenciosos. Y, sin embargo, avanza. Porque, aunque el hijo representa todo lo que ha salido mal, el padre no lo deja caer. Releer ese cuento es sentir el peso del amor en su forma más cruda: no como redención, sino como carga. El ladrido lejano de los perros —ese sonido apenas entrevisto— es el único indicio de que quizás hay algo al final del camino. Rulfo nos da una esperanza, sí, pero una que duele.
La genialidad de Rulfo está en que no necesita levantar la voz para estremecer. Su lenguaje es directo, sobrio, intenso. Dice lo justo. El resto lo deja en manos del lector que al releerlo empieza a escuchar lo que antes había pasado por alto: los silencios, las ausencias, los ecos. Es una literatura que no se agota, porque no se entrega por completo en una primera lectura. Hay que volver, una y otra vez, como quien vuelve a su tierra, aunque sepa que ya no queda nada.
Una lectura política desde las izquierdas
Releer a Rulfo hoy puede ser también una forma de mirar con claridad los desafíos que aún atraviesan a las izquierdas en América Latina. Los cuentos de El llano en llamas hablan desde un país y un continente donde el campo sigue siendo sinónimo de abandono; donde los pobres siguen condenados a repetir destinos heredados; donde la violencia estructural no ha sido desmontada, sino transformada y desplazada.
Luvina es el símbolo de las promesas vacías del Estado que nunca llegó. Es que somos muy pobres desnuda lo que sucede cuando la justicia social se reduce a discursos. Diles que no me maten advierte que, sin memoria ni verdad, no hay reconciliación posible. No oyes ladrar los perros nos recuerda que incluso en la desesperanza hay vínculos, y que las izquierdas no pueden darse el lujo de soltar a nadie en el camino.
Rulfo, sin panfleto ni doctrina, escribió sobre los mismos temas que hoy siguen siendo urgentes: pobreza estructural, violencia histórica, abandono rural, desigualdad de género, desesperanza social. Su obra nos exige mirar hacia abajo, hacia fuera, hacia los márgenes. Allí donde todavía hay millones que no escuchan los perros ladrar.
En un tiempo en que las izquierdas buscan nuevos lenguajes, nuevas formas de representación y de justicia, volver a Rulfo puede ser también una forma de reconectarse con lo esencial: escuchar de verdad el dolor del otro, sin edulcorarlo ni usarlo como bandera. Entenderlo. Cargarlo, si hace falta. Y no soltarlo.
*Rossana Carrasco Meza es Profesora de Castellano, PUC; Politóloga, PUC; Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local, Universidad de Chile.