En 1971 tenía unos 25 años, ya llevaba seis años como un destacado dirigente sindical de los cineastas chilenos, y militaba en el MIR desde hacía tres o cuatro años, cuando recibí un llamado telefónico del Gato (1), eximio chelista, personaje cumbre de las historias del exilio del MIR. Me conminaba a una reunión con Miguel Enríquez; necesitaba urgente conversar conmigo. Me imaginé un encuentro clandestino clásico, mucho humo de cigarrillos negros Gauloise o de algún trasnochado paquete cubano que pudo sobrar de un último encuentro de madrugada en la tranquila Habana. Allí sin duda se tramó esta aventura.
Estaba ansioso de ser protagonista de alguna historia relevante, queríamos hacer historia, necesitábamos por sobre todo trascender. Pero no, solo sería posible un momento breve dando vueltas por la rotonda Atenas, cerca de Los Dominicos. Llegué a la hora y parecía una competencia automovilística. Dos Austin mini circundando la plaza mientras de una ventana a otra recibía las instrucciones. Hubo un momento de realidad, que se dieron muy pocos en esos años. Se apiadaron, deteniéndose por un segundo a un costado. Me explicaron a grandes rasgos lo que debía hacer.
«Flaco, necesitamos que vayas urgente a La Paz, Bolivia, a llevar unos documentos al Chato Peredo; están todas las instrucciones en este sobre. Debes estudiarlas y cumplir con la misión». El Chato, dirigente de la guerrilla boliviana, había tomado las banderas de su hermano Coco, compañero del «Che», muerto en combate, y de Inti, asesinado dos años después.
Hacía unas semanas había sido derrocado Juan José Torres, con quien compartiríamos, con Faride Zerán, mi mujer, tiempo después, el mismo edificio de su exilio.
«¿Tienes miedo?», me espetó el Gato; yo respondí asintiendo mecánicamente. «Sin miedo no hay misión posible», dijo Miguel, mirándome a los ojos, y probablemente remedando algún manual, o recordando a un instructor cubano que hoy debe estar luchando con los apagones, el calor o el sobrepeso de la holgazanería. «Mañana recibirás los pasajes y el barretín».
Unas semanas antes, el mismo recorrido había sido probado por una compañera periodista, que con los años soportaría la más larga clandestinidad, Lucía Sepúlveda. Ella me citó al ODUS, un local del MIR, frente del Parque Forestal. Es de las primeras ONG que existieron en Chile, Organización para el Desarrollo Urbano y Social, edificio de donde veía salir a la elegante Paulina Violier, esposa del senador Carlos Altamirano, y su hija, y donde conocí en la clandestinidad a uno de los más exitosos guionistas de telenovelas, mi amigo Néstor Castaño. Él, con la misma imaginación que tenía para escribir guiones de telenovela, se preparaba en el subsuelo de este minúsculo departamento, armado con una pistola de aire comprimido, para practicar tiro, frente a un blanco de corcho a unos ocho metros. El periodista José Carrasco, «Pepone», dirigente del MIR, que moriría asesinado después del atentado a Pinochet, le hacía la competencia.
Lucía estaba allí con planos de la ciudad de La Paz, donde cada punto estaba marcado. Me explicó todos los pasos que ella había ensayado, sin llegar a tocar los más de diez puntos de contactos posibles para llegar a Peredo. Le miraba sus dientes blancos y su bello rostro moreno que imponía seguridad e inhibía cualquier flaqueza, mientras me daba explicaciones sobre el plano.
Me entregó los pasajes y un maletín de cuero de piel de serpiente muy fino; más parecía un bolso de señora elegante. Era obvio que esta misión estaba preparada para una compañera. ¿Qué había pasado para que este joven cineasta fuera el reemplazante? No hubo tiempo de saberlo.
A los dos días partía a La Paz. Ni siquiera tuve tiempo de pensar en la altura ni la puna. Muchos dólares en pequeño para dar propinas. Me forré en un traje de gamuza clarita como Pecos Bill, en verdad tenía la barbita, el pelo largo y la pinta. No faltaba nada, quizá los dientes amarillos y esas botas largas. Mis zapatos «Gino», planitos y a la moda, desentonaban. El bolso de señora de cuero de cocodrilo lo llené con ocho rollos de cien pies de AGFA, la cámara Pathé de Patricio Castilla, hoy marido de Geraldine Chaplin, y unas revistas de moda de la época, que debería llevar en la mano izquierda para el primer contacto en el centro de La Paz. Ahora que lo recuerdo, el Pato cuidaba como hueso de santo su cámara; era el único capital que poseía y lo estaba invirtiendo en esta aventura; fue el único capital que le conocí al Pato, al margen de su humor y el bigote negro que siempre intentó sacárselo a tirones. Fue muy generoso.
En el avión acomodaba una decena de figuritas pequeñas de lana de mujeres mapuche. Una especie de muñequitas Barbie autóctonas, con su traje negro, trarilonco y trapelacucha, todo en miniatura. Muy lindas. Serían mis primeras embajadoras. Ya en la aduana, empecé a regalar a las chicas que me atendían.
Asumí desde el primer momento mi papel. Un cineasta de buena situación, que le gustaba el turismo de aventura, que iba en busca de la cultura indígena y dispuesto a registrarla con su cámara francesa, repartiendo generosamente dólares, que no son suyos, pero por cierto una bagatela comparados con los que seguramente llevaba en mi barretín. El turismo cultural boliviano se beneficiaría ampliamente de ese tipo de viajeros, algunos de los cuales buscaban recorrer «la senda del Che».
El tema es que, en ese momento, a ningún chileno que venía del comunismo allendista se le ocurriría hacer turismo en La Paz. El primer titular en los kioscos de diarios, que me golpeó y me hizo aterrizar por segunda vez, decía, «El Ministro del Interior General Sélich denuncia infiltración de chilenos trotskistas en el territorio nacional. Se les busca por cielo y tierra. No habrá misericordia con ellos, al enemigo se le aniquilará». Sentí miedo, aun cuando todavía no abrazaba las simpatías por Trotsky, también reprimidas en mi entorno, pero debía realizar el rol de burgués despistado que amaba la naturaleza, y que no leía diarios, pues la política le era indiferente.
Salí del aeropuerto y busqué rápidamente un taxi. Le pedí al chofer que me llevara al hotel más caro de la época, no recuerdo su nombre. En el registro del hotel, desde el primer minuto llamé la atención de un policía argentino a cargo de la seguridad. No me despegó la mirada hasta mi regreso. Tengo mala suerte con los policías argentinos, me perseguirían más tarde en mi propio suelo, donde fui torturado por uno de ellos, y luego en Buenos Aires, en los tiempos de Isabelita, periodo histórico que los peronistas amigos han intentado olvidar, como esas películas y fotos de Stalin cuando se borraba a los personajes que lo circundaban y que caían en desgracia.
Llegué a la pieza del hotel, que era el más lujoso de La Paz. Era absolutamente cilíndrico, como la Torre de Pisa. Ordené todo y me bajó la tremenda curiosidad por saber que había en ese barretín; parece obvio hoy día, dinero. Pero en mi fantasía de joven revolucionario siempre cabía la posibilidad de que fuesen documentos secretos, no sé. La revolución estaba llena de esas cosas, pensaba. Tenía tres días y diez puntos de contactos para entregar mi mercancía. Para cada uno de ellos un santo y seña. Me los había aprendido en un día. En el avión los recitaba como los poemas de Guillén o como un padre nuestro. «Ay señora mi vecina se me murió la gallina».
Sonó la puerta y apareció el policía argentino, personaje flaquito, casi transparente, aguileño, que no superaba el metro sesenta, que muy respetuoso me dice: «Aquí está su pasaporte, cualquier problema no dude en consultarnos». Parecía cordobés, por más que hiciera esfuerzos por disimular su acento.
Hice mi primera salida recorriendo los lugares que tendría que visitar al día siguiente; caminé con dificultad, cargado y filmando cada cierto tiempo. Estaba en eso cuando me siento seguido; en eso no hay explicación, pero es como cuando uno está en una roja y siente que desde el auto vecino lo miran.
Tomé la cámara, hice una panorámica rápida y volví sobre mis espaldas dejando al descubierto y paralogizado a mi policía cordobés, me acerqué a él y lo interrogué sobre su vida y su pasado; mientras yo entregaba información del personaje que me había creado, lo dejé desarmado. Todos los días hice lo mismo hasta que desapareció o llegó otro más eficiente, seguramente boliviano.
Uno a uno los puntos fueron fallando, no llegó el contacto. Caminé mirando el impactante nevado Illimani y sentía en mis oídos los 3600 metros de altura. Recorrí La Paz entera, filmado y esperando que llegara la hora, el minuto en el lugar preciso. Pero no. Todo falló. Pensaba en América Latina y su encanto, mientras sentía correr la cuerda y la película AGFA 16 milímetros por la semi-silenciosa Pathé, que terminaría haciendo efectos cuadro a cuadro en una vieja truca reacondicionada en Chile Films.
La calva de un pajarraco conocido me sacó abruptamente del paisaje andino: el letrero de un restaurant llamado «Condorito». Por alguna misteriosa razón, el primer producto de exportación no tradicional me recordó que era chileno y me salí del personaje. Sentí miedo. Ahora vería en todos los kioscos de La Paz a Condorito en exhibición compartiendo protagonismo con los diarios locales, dominados por la censura oficial, que llamaba a la calma y a denunciar a los infiltrados chilenos.
La misión estaba por fracasar. No podía soportar la idea de encontrarme con el Gato y Miguel trayendo de vuelta esa carterita de señora con un obvio doble fondo. Si hubiese venido de La Paz a Chile, me habrían detenido automáticamente como sospechoso de traficar coca, pero de Chile a Bolivia, qué podía ocultar ese doble fondo. Si fracasan todos los contactos, tienes un teléfono, pero podrá a esa altura estar intervenido. Si llamas, la persona que contestará no tiene idea de la posibilidad de que alguien que viene de Chile lo llame, más bien no desearía que nadie extraño en estas circunstancias golpee a su puerta, me habían advertido.
Mi vuelo de regreso era para el día siguiente a mediodía y no me quedaba otra cosa que arriesgar. Eran como las seis treinta de la tarde y comenzaba a oscurecer; busqué un teléfono público e intenté imitar el acento de tantos amigos bolivianos de la época: Mario Arrieta y su mujer, la actriz Tota Arce, o Jorge Sanjinés. Marqué. Me contestó muy rápidamente una voz que me llenó de confianza. No sabía con quién y a quién debería ubicar, pero recurrí a lo que primero se me vino a la cabeza. Señor, me atreví a pronunciar arrastrando las erres, vengo de Cochabamba y traigo un encargo de mi abuela para entregárselo al señor, pero he perdido su dirección y solo conservé el teléfono. Lo lamento, me respondió seguro y golpeado. Yo en este momento voy saliendo al cine a ver tal película. Me habría gustado recordar, pero mentiría. Llámeme mañana, y cortó sin más. Quedé helado unos segundos, tal como estuve esos tres días, como equeco, cargando bolso, cámara de cine, de fotografía y la revista mágica de moda femenina en mi mano izquierda, como señalaba el instructivo para el primer punto.
Caminé, siempre mirando y esperando que apareciera una vez más el policía argentino, y de pronto vi la marquesina del cine que anunciaba el filme. Sentí una corazonada y caminé directo a mirar sus vitrinas. Sin distraerme y pensando en si debía entrar. Fueron minutos eternos. A mi lado se detuvo un señor no muy alto, grueso, elegante, de unos cuarenta años o más, quizá muchos menos, con un abrigo negro de corte y tela europea. Me miró con dulzura con unos ojos verdes de gato montés. Inmediatamente me dijo «Pero no será usted el que me trae un encargo de su abuela, venga conmigo».
Lo seguí sabiendo que había caído estúpidamente y que en pocos minutos estaría siendo interrogado por el propio general Sélich, ministro del Interior. Me hizo subir a un auto europeo blanco y sin hablar una palabra inició un camino circular y equívoco. A los pocos segundos un policía montado en una potente moto, también blanca, nos seguía. Hizo sonar su sirena y automáticamente no controlé esfínteres por un par de segundos, hasta que recuperé la compostura. El policía se puso delante e hizo un ademán para que lo siguiéramos. A pocas cuadras, policía y auto se detienen frente a una comisaría, ambos se bajan y quedo solo por unos diez minutos en el auto. Quise escapar, desaparecer, pero agarrado del bolso, y manteniéndolo apretado entre las piernas con toda la fuerza posible, evitaba una involuntaria cagadera. Vi venir la figura elegante de mi desconocido acompañante bajando por las escaleras del edificio policial, mientras se metía en los bolsillos lo que traía entre sus manos. Al subirse al auto, volví a ver esos profundos ojos verdes en esa mirada cómplice y dulce. «Tenemos un foco de la luz de freno quemado y me han pasado una multa, tranquilo».
A los pocos segundos, le digo a lo que vengo a Bolivia, y que él era mi última posibilidad. Dio muchas vueltas por barrios elegantes y de pronto sentí que salíamos a una zona más obrera. El auto finalmente se detuvo, bajamos, y entramos a una casa modesta, pero arreglada con refinamiento pequeño burgués. Hay dos hombres jóvenes que nos reciben, les cuento con temor parte de la historia, esperando recibir como contrapartida alguno de los santo y señas fracasados. Me los entregan, y me dan explicaciones por no haber podido llegar a los puntos, básicamente por la represión, que era muy fuerte en aquellos días. Tras la entrega del bolso, se terminaba mi misión, pero quería saber cuál de los dos era el «Chato». Hasta hoy, no he visto una foto de él. Cuando he estado en Bolivia en estos últimos años pude haberlo contactado, pero no se dio. Hoy está nuevamente en plena vigencia política.
Finalmente me devuelven el bolso, que mágicamente había adelgazado en a lo menos medio kilo. No he hecho la prueba, pero me gustaría pesar billetes de dólar de 100, hasta llegar a los 500 gramos, solo así sabría cuánto dinero estuve paseando por las calles de La Paz por tres interminables días.
El gato montés me llevó a comer a su estupenda casa. A la mesa se sentaron su mujer y varios hijos. Me sirvieron buenos vinos y una excelente cena. Allí me fui enterando; que había sido ministro, que era abogado de Regis Debray y que estaba emparentado con una alta autoridad del gobierno de facto de turno. No le pregunté nunca su nombre; el tampoco el mío, pero seguro que, si lo encontrara algún día, lo abrazaría, por haber respondido aquella tarde mi llamado telefónico y haber permitido de ese modo que yo pudiera regresar victorioso.
Pasaría no mucho tiempo y el golpe de Estado sería esta vez en Chile. Exiliado en Buenos Aires, luego de un periodo como preso político desaparecido, me encontré con un primo que estaba exiliado desde el gobierno de Allende por razones económicas. Juanito Trabucco, exoficial de Ejército con la más alta antigüedad. Recuerdo haber estado presente cuando el general Carlos Ibáñez le entregó decenas de premios al titularse como oficial. Duró poco en el ejército, hasta el grado de capitán, y se dedicó a la empresa; se casó con Carmen Bolocco, hija de un próspero empresario; Juanito viajaba por el día a Nueva York y almorzaba con Rockefeller. Murió sin saber que su sobrina sería Miss Universo y esposa de Menem. ¡Cuántos negocios se perdió!
Pero recuerdo que, llegando a mi exilio, me invitó a la Recoleta, a la famosa cafetería «La Biela». Después de unos buenos whiskies, mientras nos reconciliábamos como primos en nuestros diversos exilios, y ya con unos grados alcohólicos en el cuerpo, sin mediar provocación me dice:
«Flaquito, qué arriesgado fue tu viaje a Bolivia, yo siempre lo encontré una estupidez».
Según mis cálculos, no había modo de que él estuviese informado del viaje; no vivía en Chile, y la operación había sido realizada en la clandestinidad. Nadie en mi familia se había enterado. Ante mi asombro insiste:
«Flaquito, no menosprecies a la inteligencia del ejército chileno, los bolivianos no lo sabían; nosotros sí. Con Bolivia es distinto, Flaquito; aquí en Argentina cuídate, es como si estuvieras en Chile: tus problemas son los mismos».
Levantó la copa, mirándome a los ojos y espetó un «Salud, primo». Quedé helado.
1.René Valenzuela, exdirigente del MIR y músico.
Fuente: Sergio Trabucco Ponce, Con los ojos abiertos. El Nuevo Cine chileno y el movimiento del Nuevo Cine latinoamericano (LOM, 2014).