Mi abuelo, un obrero ilustrado, me hablaba de Recabarren con un tono familiar increíble. Era tanto, que yo pensaba que el tal Luis Emilio era tío o pariente cercano. “Todo lo que tenemos los trabajadores se lo debemos a él”, me decía mientras aspiraba el humo del cigarro marca “Particular”, que después lo habría de matar.
En el diario El Siglo, que era su fuente permanente de información, lo más confiable, veraz y objetivo que había, “y entretenido”, habría de corregirme, se nutría de la historia de este hombre, de este gran hombre que sembró en estas tierras, esa flor que a veces se marchita y que otras, crece en este jardín de la historia y de la memoria.
Mi abuelo, huelga decirlo, era comunista. Leía El Siglo y escuchaba El Reporter Esso. Estar informado era su obsesión. Escuchaba El Reporter Esso para, a viva voz, corregirlo con el periódico en la mano:
-Miente la burguesía una vez más-.
Era, y huelga decir también, ateo. Por eso nunca nos dijo su segundo nombre. A los años descubrí que era “del Carmen”. Junto con aprender palabras como ojo, papa, pape, pa, pe, pu, aprendí lo que era un “monopolio” y mis primeras palabras en inglés: “yankee go home”. Aprendí a leer en el Lea y en El Siglo.
Cuando íbamos al centro de la ciudad, recorríamos esas calles que según mi abuelo también hubo de recorrer Luis Emilio. Al llegar a la Plaza Condell, y donde antes estuvo la Ilustre Municipalidad, apuntando con el dedo, me decía:
– En esa esquina, don Luis Emilio discutía con el cura de ese entonces-.
Y me contaba la misma historia, aprendida por las miles de veces que la tuvo que escuchar. La misma inflexión de la voz, los mismos movimientos de brazos, el mismo ritmo en la respiración:
“Discutieron hasta que el reloj de la Plaza Prat difundió las lentas y graves campanadas de la medianoche y se comprometieron a reanudar la controversia en una próxima oportunidad, pues como ocurre siempre en estos casos, ninguno se sentía derrotado.
-¡Es admirable este fraile! -comentaba Lafertte, mientras avanzaba por Vivar en dirección a la FOCH, rodeado de compañeros-. ¡Con sus condiciones de apóstol podría haber sido un revolucionario de lujo!
Y por su parte, el Vicario, pensando en don Elías, se lamentaba:
-¡Qué gran pastor de almas ha perdido nuestra religión! (González 1954: 158).
Años después habría de corregir a mi abuelo muerto. No era Luis Emilio, se trataba de Elías Lafertte. Pero, conociendo al viejo ya sabía su respuesta:
-Es lo mismo, lo que pasa es que todo lo que sabía Lafertte, se lo enseñó Luis Emilio.
De vuelta a casa por Vivar y subiendo por la calle San Martín, se detenía y buscaba con la mirada ese lugar donde alguna estuvo la FOCH. A veces se le perdía y otras veces la encontraba a la primera. “Ahí estaba” y lo decía con un tono de orgullo y de rabia a la vez. Aquí Luis Emilio se reunía con los suyos. Aquí, donde ahora vive gente que a lo mejor no tiene idea de lo que significa este lugar, Luis Emilio organizaba, planificaba, daba órdenes, gesticulaba, pero nunca perdía la paciencia.
– Que hay que apurar los papeles para que El Despertar salga temprano por la mañana.
-Que los compañeros del teatro se preparen para el ensayo.
-Que las compañeras…
En fin, la FOCH se llenaba de voces, de prisas y de entusiasmos.
Toda esta zona, me decía mi abuelo, era un sector obrero. Hasta la Plaza Arica y de ahí hacia el norte, hasta el Colorado, había en casas humildes imprentas clandestinas. Y es que no pocas veces las fuerzas represivas habían destruido ese precioso capital que servía para ilustrar, para derrotar a la ignorancia. Bien podríamos decir que este era el barrio obrero de Iquique.
Si aquí a la vuelta, más abajo de donde vive tu mamá, funcionó El Despertar de los Trabajadores.
Todas estas historias fueron parte importante de mi vida. No es exagerado afirmar que la figura de don Luis Emilio Recabarren recorriendo la ciudad fue un dato siempre presente en el recuerdo. Pero era un hombre-peregrino que no paraba de caminar. Una vez en Tocopilla, otra vez en Peña Chica, luego en Huara y de nuevo en Iquique para irse a Santiago o a Valparaíso. Era el tío que se perdía y que llegaba después con regalos. Los regalos de Recabarren eran regalos que no venía envueltos en papel celofán. Eran de hojas impresas con letras grandes llamando a reunión. Eran regalos para los adultos, para mi abuelo, sus abuelos, en fin…
En la población Esmeralda, un adelanto para la época, a uno de sus pasajes le pusieron Luis Emilio Recabarren. Qué mejor homenaje. Más aún si estaba en el llamado barrio obrero. Con el golpe militar del 73, cambiaron el nombre por el de “Los Capitanes”.
¿Por qué no rebautizar ese pasaje con el nombre del padre del movimiento obrero?
Leyendo a Philip Roth, me encuentro con una frase atingente para nuestra frágil memoria. Al hablar de su padre judío dice:
“No hay que olvidar nada. Ese es el lema de su escudo de arma. Estar vivo, para él, es estar hecho de recuerdos. Para él, quien no esté hecho de recuerdos no está hecho de nada”.
Y no nos olvidemos de recuperar el nombre de ese pasaje en la población Esmeralda.
*Bernardo Guerrero Jiménez es sociólogo y profesor de la Universidad Arturo Prat de Iquique.