En épocas donde el ayer se convierte en campo de batalla, evocar no es solo un acto personal. Es, también, un gesto cargado de intención colectiva. La memoria, tejida como historia, nos coloca no solo frente a lo experimentado, sino a lo que optamos por hacer con esos fragmentos de vida.
Recordar no es repetir. Es contarse. Y al contarnos, no copiamos, sino que reinventamos. Los recuerdos se visten con palabras que antes no poseíamos, con sentimientos que entonces no supimos descifrar. A fuerza de repetirlos, algunos se vuelven duros como rocas. Pero hasta las piedras se desgastan. Nos transformamos y esas imágenes se transforman con nosotros.
Hay historias que he narrado hasta el cansancio. Algunas ya no duelen como antes. Otras, que parecían triviales, con los años adquirieron peso. No es que falseara los hechos. Es que cada vez que los vuelvo a contar, lo hago desde un lugar nuevo. Hay pasajes que endulzo. Otros que corto abruptamente. Algunos los amplío para justificar mi enojo, otros los reduzco para no quedarme atrapada.
Esta inconsistencia no le quita valor al recuerdo. Al revés: esa vulnerabilidad lo hace auténticamente nuestro. No busca precisión, busca coherencia interna. La memoria no existe para registrar datos, sino para construir significados. No es un espejo, es un lienzo.
Con el tiempo he entendido que esta manera íntima de recordar no existe en aislamiento. Nuestras memorias están tejidas con los hilos del contexto que nos rodea. Por lo permitido y lo prohibido. Por las versiones que circulan y las que se silencian. Y eso que a veces sentimos tan personal, tan único, lleva marcas compartidas.
En lugares como Chile, donde lo reciente está marcado por heridas abiertas, por silencios forzados, por relatos en pugna, la memoria adquiere otra dimensión. No es solo íntima, es pública. Recordar no es opcional. Es necesario. Y no solo por lo que fue, sino por lo que vendrá.
Hay días en que parece que todos viviéramos en un eterno presente, como si fuera más sencillo no revisar. No indagar. No volver sobre esas cicatrices. Pero omitir es también elegir. Y cuando un pueblo decide no hacer memoria, lo que realmente hace es preparar el terreno para que la historia se repita.
Evocar, entonces, no es solo un viaje sentimental. Es un acto de cuidado mutuo. Porque los cambios verdaderos requieren memoria activa. Requieren voluntad. Requieren que nos involucremos. No alcanza con conocer los hechos. Hay que trabajar para que no se reproduzcan. Y eso nos compete a cada uno. Nos empuja a observar no solo las acciones ajenas, sino también las propias, y aquellas que evitamos realizar.
Si hoy me preguntan cuánta veracidad hay en mi relato de memoria, no tengo una respuesta exacta.
Pero tengo pequeños hallazgos: los suficientes para no caer. Los imprescindibles para avanzar. Los justos para no borrarme.
No es una verdad estática ni absoluta. Es una verdad en movimiento, emocional, siempre reinterpretándose. Y en ella, en ese relato que a veces vacila y otras se afirma con convicción, yace también la capacidad de curar, de persistir y de soñar algo distinto.
Porque si la memoria no sirve para transformar/nos, ¿qué sentido tiene mantenerla viva?