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Portal Socialista > Contenido > Política > Pensar la actualidad > Juan Pablo Correa / La “confrontación cultural” y las bases comunicacionales de la política en democracia
DestacadosPensar la actualidadPolítica

Juan Pablo Correa / La “confrontación cultural” y las bases comunicacionales de la política en democracia

24 octubre 2025
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20 Min de Lectura
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Al reivindicar tradiciones culturales y prácticas de convivencia que validan las propias ideas de la vida buena, negando legitimidad en la conversación política a las propuestas realizadas por sus adversarios, la confrontación político cultural entre izquierda y derecha ha puesto en cuestión las bases de nuestra convivencia democrática.

La interpretación reiterada, implícita o explícita, de las propias convicciones como si fueran creencias y valores (éticos, estéticos o epistémicos) de aceptación universal nos ha involucrado en una guerra cultural que, como tal, no parece tener solución dentro de la institucionalidad democrática.

Las demandas de la revuelta de 2019

El tema es viejo. En diferentes momentos de la historia del país, grupos de influencia e interés han intentado imponer a otros su particular idea del bien, pero el modo en que esta confrontación se organiza hoy tiene antecedentes más recientes. No desconozco la pugna entre las ideas de cambio basadas en una sociología de orientación marxista que inspiró a la izquierda durante varias décadas y el conservadurismo de derecha que ha buscado impedir la transformación buscada. La sociedad chilena ha vivido esta contradicción desde mediados del siglo pasado y, no cabe duda, ella sigue presente hoy, pero la disputa central en este momento de la discusión política suma al conflicto entre el gran capital y el trabajo, los temas planteados por la revuelta de 2019, hito fundacional del actual ciclo político.

Más allá de la violencia callejera y de la masividad de muchas de sus convocatorias, el rasgo distintivo de la revuelta de 2019 fue la convergencia de los múltiples discursos que la organizaron en una demanda generalizada de reconocimiento e inclusión. Independientemente del tono y estilo con que fueron realizados, los rayados, carteles, lienzos y mensajes en las redes sociales digitales planteaban una pregunta al país. En especial, interrogaban a sus grupos dirigentes: ¿cómo construimos una sociedad plenamente inclusiva?; ¿cómo refundamos este país para que todas las personas sean reconocidas de un modo acorde a sus legítimas expectativas?; ¿cómo situamos la dignidad de todos/as y cada uno/a en el centro de nuestra convivencia?

La tarea de construir respuestas adecuadas a las preguntas que se formularon fue entregada a los grupos dirigentes y a las fuerzas políticas en las que los mismos participan. Existe en la ciudadanía una falta de fe generalizada respecto de la capacidad de la “clase política” para construir buenas respuestas. Cada elección (constituyente, parlamentaria, presidencial, municipal) ha ofrecido a distintos actores la oportunidad de dar una respuesta satisfactoria, pero, hasta ahora, la ciudadanía parece evaluar esas respuestas como sucesivos fracasos.

El tema privilegiado en la elección presidencial y parlamentaria que se avecina es la seguridad pública. No cabe duda de que existe una necesidad urgente de enfrentar los problemas de seguridad que nuestra sociedad vive a partir de la existencia de delitos de alta gravedad, vinculados al narcotráfico y la delincuencia organizada. A ellos se suman la entrada al país de mafias organizadas internacionales y la existencia de asociaciones ilícitas que involucran a representantes de los tres poderes del Estado en actos de corrupción, delitos económicos y tráfico de influencias. Tampoco cabe duda de que el aumento considerable de la migración irregular estimulada por las crisis políticas en países vecinos, en especial la venezolana, además de la invitación a trasladarse a Chile realizada irresponsablemente por el presidente Sebastián Piñera a los disidentes venezolanos, y las transformaciones en las estrategias de sobrevivencia de personas que se vieron presionadas hacia la anomia por la experiencia de la pandemia contribuyen, en los hechos y en la percepción ciudadana, a generar un ambiente de mayor inseguridad. Pero esto no puede ocultar que los problemas de fondo planteados en la revuelta de 2019 siguen siendo las grandes cuestiones a las que nuestra sociedad debe abocarse, si ha de tomar en serio la situación en la que se encuentra.

Al privilegiar lo urgente por sobre lo importante, vivimos una degradación radical de nuestras preocupaciones. La angustia por la sobrevivencia reemplaza la reivindicación política de la vida digna y “el buen vivir”. Parece que todo se reduce a contar con más policías y cárceles, y a tener una disposición más dura con aquellos que no siempre logramos integrar en nuestra forma de vida sin sentirnos amenazados (los migrantes, los indígenas, las personas con estilos de vida no hegemónicos).

La extrema derecha ha mutado en derecha iliberal

La situación del país sintoniza hoy con la del resto del planeta. En muchas democracias del mundo la extrema derecha ha mutado en derecha iliberal. En los lugares en los que gobierna ha comenzado a relativizar y reducir el campo de acción de las instituciones democráticas, reduciendo las libertades y los derechos de las personas y, al mismo tiempo, ha ido instalando sus propias creencias y valores en esas instituciones, de manera que solo su particular idea de la “vida buena” tenga legitimidad en la convivencia social.

El caso del presidente Trump en los Estados Unidos es, probablemente, el más significativo. La impudicia con que actúa, sustituyendo el diálogo diplomático y político por la amenaza, el insulto, la estigmatización y el abuso, incluso cuando su interlocutor es la asamblea general de las Naciones Unidas, lo transforma en una figura señera. Su actitud en la confrontación cultural con sus adversarios es la de un dictador. Impone sus puntos de vista en las instituciones a través del estrangulamiento económico de las mismas. Presiona para modificar sus reglamentos sin considerar otras opiniones, cambia lo que se muestra en los museos y lo que se enseña en las universidades, decide personalmente quién puede vivir en los Estados Unidos y quién no. Se salta los acuerdos internacionales si estos limitan sus objetivos y, lo más grave de todo, intenta ampliar agresivamente el poder de decisión de su administración sobre el planeta en su conjunto.

En Chile, la derecha iliberal vive un proceso de integración con el pinochetismo. Las tres candidaturas presidenciales abiertamente derechistas (Kast, Kaiser y Matthei) han relativizado en más de una oportunidad el papel central de los derechos humanos y la soberanía popular en la vida democrática. Pero es el Partido Republicano de José Antonio Kast, el que con más claridad y menos pudor ha relativizado la importancia de las instituciones democráticas en el gobierno del país. Y no solo lo ha hecho a través de un cuestionamiento reiterado de la función pública y de quiénes la ejercen. También ha degradado la conversación que la sociedad política desarrolla sobre esos mismos asuntos, empleando el insulto, la estigmatización, la mentira, la descalificación, el ocultamiento de información, la entrega de información falsa y la invalidación de fuentes de información confiables cuando sus datos no le resultan convenientes.

La derecha iliberal del Partido Republicano muestra su desprecio radical por las formas democráticas de relación, al saltarse las reglas y normas básicas de operación del lenguaje y la comunicación cuando convive con otros en las instituciones políticas, en los medios de comunicación y en su propia relación con la opinión pública.

¿A qué reglas y normas del lenguaje y la comunicación me refiero?

En primer lugar, a la inteligibilidad. Emplear el lenguaje con rigurosidad y seriedad supone presentar las propias ideas de manera clara, ordenada y comprensible, proporcionando la información necesaria para fundamentar lo que se afirma, sin enrarecer ni distorsionar lo que opinan los adversarios. Es deber de los partidos políticos en democracia proporcionar a la opinión pública información clara y fidedigna sobre sus ideas, creencias y prácticas, para que la ciudadanía pueda elegir racionalmente lo que considera mejor para el país. El filósofo Jürgen Habermas ha señalado que la inteligibilidad es una condición de la comunicación que si no se cumple impide examinar críticamente las pretensiones de validez presentes en los distintos usos del lenguaje.

En segundo lugar, a la escucha atenta y empática de lo que dicen los demás, incluidos los adversarios políticos. La tarea no es encontrar errores ni faltas en lo que dice el interlocutor sino, más bien, buscar la versión más clara y mejor formulada de sus ideas para aprobarlas o rebatirlas con buenas razones, aprovechando su formulación como una oportunidad para desarrollar el debate político y aprender de los contradictores. Es deber de quienes participan en la política de un país, contribuir a la formación de una opinión pública bien informada y educada, capaz de participar en el debate público a través de sus representantes, pues estos expresan sus ideas con respeto, transparencia y valoración de la convivencia democrática.

En tercer lugar, es condición de la escucha atenta y empática la construcción respetuosa y validadora del interlocutor. Con esta finalidad, la filosofía ha desarrollado el “principio de caridad” (Neil L. Wilson, Donald Davidson). Este exige interpretar lo que dice el interlocutor del modo más racional posible. Es decir, demanda actuar como si el interlocutor no fuera menos inteligente, educado, informado, bien intencionado y mentalmente sano que el hablante. La caridad ha de operar incluso cuando se considera, en el fuero interno, que el interlocutor es poco inteligente, ignorante, desinformado, mal intencionado o es neurótico, loco o demente. Saltarse el principio de caridad, independientemente de la condición real del interlocutor, es dar por cerrado el diálogo democrático con quien se está conversando y con todas las personas que asisten a ese debate. Aplicar, en cambio, este principio, aunque no se cumplan todas las condiciones que él mismo asume, es apostar a la mejor versión posible del interlocutor y, por ende, de la conversación que con él se busca desarrollar.

En cuarto lugar, al examen crítico de las pretensiones de validez (Jürgen Habermas) presentes en los discursos que participan en el debate público. Las cuestiones de verdad, rectitud y veracidad planteadas por los diferentes actores en sus discursos han de ser sometidas a una crítica fraternal, seria y respetuosa, sin condescendencias ni golpes bajos, buscando aprender de lo que dicen los demás y, al mismo tiempo, defendiendo con firmeza las propias convicciones (Richard Rorty). En ocasiones, esta tarea supone un trabajo adicional. Se trata de establecer si existe impregnación estratégica (consciente o inconsciente) del lenguaje con que nos estamos comunicando y, por ende, si este está siendo empleado para manipular al interlocutor, o si el propio hablante no es completamente consciente de algunos de los motivos que orientan su participación en la conversación.

Estas cuatro condiciones suponen la existencia de una quinta, esto es, la calidad de persona de quienes participan en la convivencia democrática y el debate público. Ser personas es tener derechos y poder ejercerlos en la interacción social. El reconocimiento recíproco de los adversarios políticos como personas supone el respeto de lo que Naciones Unidas y la teoría del derecho reconocen como derechos humanos fundamentales. Estos incluyen los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, culturales y medio ambientales. Se trata de una cuestión fundamental, pues los derechos humanos tienen un carácter sistémico que impide reconocer unos y, al mismo tiempo, desconocer otros. Sin derechos económicos y sociales, por ejemplo, no es posible ejercer derechos políticos en plenitud. Y sin derechos políticos, el ejercicio de los otros derechos es débil y no admite correcciones ni ampliaciones racionales. La filósofa política Nancy Fraser ha señalado que la política democrática exige, al mismo tiempo, igualdad de estatus y paridad participativa. Esto es, requiere que todos los actores puedan participar en igualdad de condiciones en la construcción de aquellos derechos que se reconocen recíprocamente, así como en el modo que se expresan en las instituciones que regulan la vida política y la existencia cotidiana de la ciudadanía.

Un desafío para la izquierda

Pero respetar estas reglas y normas del lenguaje y la comunicación no es solo un desafío para la derecha. También lo es para la izquierda. Más aún si consideramos que el discurso tradicional de la izquierda es universalista, esto es, reivindica iguales libertades, derechos y deberes para todos, independientemente de la condición étnica, la lengua, la nacionalidad, la religión (o la ausencia de ella), el sexo y el género, la filiación de clase o estrato socioeconómico, la educación, la condición de propietario, el trabajo, la posición política, etc. Desgraciadamente, en el ciclo político que estamos viviendo, una parte de la izquierda chilena olvidó algunas implicaciones de su compromiso e identificación con las reglas y normas de la comunicación y los usos del lenguaje.

La correcta reivindicación de identidades y estilos de vida excluidos -por razones étnicas, hetero y cisnormativas, patriarcales o machistas- devino, en algunos casos, en la importación de un discurso (que algunos llaman “woke”) de inconmensurabilidad entre identidades, estilos de vida e, incluso, racionalidades alternativas. Esta idea cierra el diálogo fraterno y solidario, construido en base al principio de caridad, entre grupos y categorías de personas que, se considera, viven en mundos diferentes y completamente independientes entre sí. Personas para las que la mutua inteligibilidad y comprensión no sería posible.

El error de esta izquierda tiene su origen, probablemente, en su esfuerzo por superar las fijaciones identitarias a través de los discursos esencialistas que promueve la derecha conservadora. Durante mucho tiempo esa derecha logró fijar en las instituciones las particularidades de su comprensión singular de la condición humana, vistiéndola de universalidad al asignarle el carácter de una esencia. Para salir de ese “discurso que obliga” (Humberto Maturana), la izquierda “woke” reemplazó la reivindicación de derechos universales plenamente inclusivos -que pudo haber incorporado a todos los excluidos en el reconocimiento universal de derechos- por la reivindicación de derechos especiales para categorías especiales de personas (recurriendo a la noción de “grupos de especial protección” o “grupos vulnerables” desarrollada por Naciones Unidas). Este error impregnó algunas ideas presentes en la propuesta constitucional de la Convención (en la que no existe una categoría para nombrar a aquellos que no pertenecen a alguna de las singularidades que el propio texto identifica). Y, por supuesto, marcó el trato que algunos convencionales dieron a sus colegas de derecha en el trabajo constituyente, asumiendo que no existía la posibilidad de entablar con ellos un diálogo racional y caritativo (aunque esto tuviera algún fundamento en el comportamiento de algunos convencionales de ese sector).

Una solución mejor al problema del universalismo esencialista es asumir que, aunque no existe una esencia o naturaleza humana que unifique a toda la humanidad, los seres humanos pueden crear universalidad (Richard Rorty) a través de declaraciones normativas que unifiquen su convivencia en aspectos fundamentales, respetando al mismo tiempo su diversidad.

Por último, me parece importante decir que la identificación de la izquierda con las condiciones universales de funcionamiento del lenguaje y la comunicación, no es solo un imperativo de su compromiso democrático. Es, también, una condición para la construcción del socialismo, concebido como utopía de reconocimiento recíproco entre personas con libertades, derechos y deberes iguales. Si el socialismo es el horizonte utópico, la profundización y ampliación progresiva de la democracia, a través de la identificación de los diferentes actores con sus reglas de operación y los derechos que les están asociados, constituye el camino para instalarlo. Obviamente esta situación implica para la izquierda el cultivo del desapego. Dejar atrás su nostalgia por las muchas luchas, amores, adscripciones identitarias, identificaciones comunitarias, preferencias estéticas, etc. que no son necesarias para la instalación del sistema de reglas y normas lingüísticas y comunicacionales que hacen posible la democracia. Dejar atrás esa nostalgia, por supuesto, no es olvidarla ni reprimirla, solo privatizarla, esto es, guardarla para las celebraciones privadas de las identificaciones de bando o comunidad de referencia, sin intentar imponerla a quienes no la comparten.

Es lo que el liberalismo hizo antes con la religión y que la nueva derecha iliberal y fundamentalista quiere retrotraer, disolviendo parcialmente la separación entre iglesia y Estado. “Dios está con nosotros”, afirmó Kast con entusiasmo en la campaña presidencial anterior. Probablemente, Netanyahu estaría de acuerdo. De entrada, la izquierda debe situarse en un lugar diferente.

*Juan Pablo Correa es psicólogo y analista del discurso.

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