El cuidado no es solo una actividad personal o familiar, sino un pilar fundamental para el funcionamiento de la sociedad. Este, en su sentido más amplio, es esencial para la sostenibilidad de la vida humana, no solo en términos biológicos, sino también en la preservación de las relaciones sociales, la estabilidad económica y la cohesión política. Joan Tronto, en su obra Caring Democracy, subraya que el cuidado no puede ser reducido a una tarea aislada o privada; al contrario, es una práctica social y política clave para el bienestar colectivo. Según Tronto, cuidar implica un compromiso ético con las necesidades humanas fundamentales, que van desde la atención a la salud y la educación hasta la creación de un entorno social que permita a las personas desarrollarse con dignidad y autonomía¹.
Este concepto de cuidado no solo abarca las necesidades físicas y materiales de los individuos, sino también un ámbito más amplio donde las condiciones socioeconómicas y políticas juegan un papel crucial. Así, el cuidado se inserta directamente en un debate sobre justicia y equidad. La necesidad de priorizar las políticas de cuidados es cada vez más urgente, especialmente en sociedades que envejecen y en contextos de cambios en las estructuras familiares. Organismos internacionales, como la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y la Organización de las Naciones Unidas (ONU), han enfatizado la importancia de integrar el trabajo de cuidados en las políticas públicas y la medición del bienestar económico. En 2018, la OIT destacó que los cuidados no remunerados, mayormente realizados por mujeres, representan una proporción significativa del Producto Interno Bruto (PIB) mundial, pero siguen siendo invisibles en las estadísticas económicas, por lo que no reciben el reconocimiento que merecen². seguir leyendo…