Marybel Fuentemavida/ ¿Y ahora dónde están las feministas?

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Cada cierto tiempo resuena una frase, como un eco que se repite con desdén: “¿y ahora dónde están las feministas?”. La sueltan con fingida ingenuidad en las redes sociales, en columnas de opinión o en los discursos de políticos que, desde la comodidad de sus privilegios, creen tener la autoridad moral de interpelar un movimiento que no se detiene. Pero esa pregunta no es inocente: es un acto de violencia simbólica y de ignorancia política. Violencia, porque busca disciplinar y desacreditar; ignorancia, porque desconoce que el feminismo no se reduce a un estallido ocasional; más bien, ha sido una corriente persistente que ha atravesado la historia, la vida cotidiana y los grandes procesos políticos.

Lo que se intenta con esa pregunta es borrar. Reducir el feminismo a una caricatura: mujeres que “aparecen” solo cuando conviene, ruidosas, inoportunas, exageradas. Si estamos en silencio, “no existimos”; si alzamos la voz, “molestamos”. Así se perpetúa la vieja estrategia patriarcal: instalar que el feminismo es accesorio, intermitente, que sus luchas son caprichosas. Pero la historia contradice esa mentira.

En Chile, a comienzos del siglo XX, fueron mujeres organizadas las que impulsaron la conquista del derecho al voto. En los años setenta, el feminismo se articuló en torno a los derechos sexuales y reproductivos, cuestionando al patriarcado como sistema estructural. Durante la dictadura, las mujeres sostuvieron ollas comunes, tejieron redes de denuncia y memoria, organizaron la vida comunitaria bajo la represión. Muchas no se llamaban feministas, pero encarnaban prácticas feministas en la acción concreta de resistir y cuidar. Elizabeth Jelin (2002) lo explica con claridad: la memoria y la denuncia fueron armas políticas frente al terror.

Las nuevas generaciones feministas advirtieron que una democracia sin feminismo era una democracia incompleta. Lo dijeron en las calles, en los tribunales, en la academia. Fueron esas luchas las que empujaron leyes contra la violencia intrafamiliar, los primeros programas de salud sexual y reproductiva, el aborto en tres causales. Y en la última década, el feminismo fue torrente visible: Ni Una Menos recorrió América Latina denunciando el femicidio, el mayo feminista de 2018 tomó universidades enteras y, en 2019, Un violador en tu camino irrumpió en el mundo entero denunciando la violencia estructural del Estado.

Entonces, ¿cómo puede alguien preguntar “dónde están las feministas”? Estamos en todas partes. En los tribunales acompañando a mujeres revictimizadas, en los campos defendiendo el agua, en aulas produciendo teoría crítica que incomoda al poder. Como recuerda Sara Ahmed (2019), el feminismo siempre aparece como “aguafiestas”: interrumpe lo que otros prefieren naturalizar. Estamos en hospitales y consultorios cuidando, en sindicatos disputando derechos, en comunidades rurales sosteniendo tradiciones y resistencias. Estamos también en la política institucional, aunque muchas veces nos releguen a un segundo plano.

La pregunta “¿dónde están las feministas?” no busca respuestas, busca disciplinar. Lo que revela es la incomodidad de quienes ven amenazados sus privilegios. Esa pregunta dice más de quienes la pronuncian que de nosotras: dice miedo, dice resistencia a la igualdad, dice la urgencia de mantener un orden que se tambalea.

Y, sin embargo, cuando se amplía la mirada hacia el mundo, esa pregunta se vuelve todavía más cruel. ¿Dónde están las feministas en Gaza?, preguntan algunos, como si resistir en medio del hambre, los bombardeos y el despojo no fuera ya un acto feminista. En Gaza, las mujeres enfrentan la violencia cotidiana de la guerra y, aun así, sostienen la vida: reparten lo poco que hay de agua y comida, cuidan a niños y ancianos, organizan la sobrevivencia en medio de un cerco que las condena al silencio. El feminismo allí no siempre se nombra, pero puede leerse en los gestos de cuidado y resistencia que sostienen la vida. Como advirtió un artículo en The Guardian (2024), oponerse a la opresión y negarse a mirar hacia otro lado es también un acto feminista. Las mujeres palestinas cargan sobre sus hombros la sobrevivencia de su pueblo y, en ese gesto, responden con hechos a quienes insisten en preguntar “dónde están las feministas”.

Lo mismo ocurre en Afganistán, donde la tragedia del último terremoto se sumó a la tragedia mayor de vivir bajo el régimen talibán. Allí, ni siquiera un desastre natural suspende el patriarcado: el gobierno prohibió que las mujeres participaran en las tareas de ayuda humanitaria, salvo acompañadas por guardianes masculinos (Reuters, 2025). Mujeres heridas quedaron sin atención porque no había personal femenino autorizado, y las voluntarias fueron apartadas en el momento en que más se necesitaban. La política patriarcal pesa más que la vida: incluso en medio de una catástrofe, el control sobre los cuerpos de las mujeres se impuso sobre la urgencia de salvarlas. Esa exclusión radical no es ausencia de feminismo: es la brutalidad de un sistema que busca exterminar cualquier posibilidad de autonomía femenina.

Gaza y Afganistán recuerdan de manera dolorosa que el feminismo no puede entenderse solo como un debate académico: para muchas mujeres, se vuelve una necesidad vital. Cuando nos preguntan dónde están las feministas, la respuesta está en esas mujeres que resisten en silencio, que sostienen la vida en contextos de violencia extrema, que cuidan cuando todo lo demás se derrumba. El feminismo no siempre se expresa en pancartas o consignas: a veces puede reconocerse en un plato de comida compartido bajo un bombardeo, a veces es un intento de curar heridas sin permiso oficial, a veces es simplemente no dejarse desaparecer.

Por eso, la verdadera pregunta no es dónde estamos nosotras. La pregunta es dónde están los Estados, las instituciones internacionales, los partidos políticos, los gobiernos que dicen defender la vida mientras permiten que mujeres sean asesinadas, silenciadas, excluidas. Nosotras estamos aquí: en plural, en diversidad, en contradicción incluso, pero siempre presentes. Hemos estado desde hace décadas, sosteniendo memorias, cuidando vidas, defendiendo horizontes. No somos un paréntesis en la historia: somos su corriente más profunda.

A veces incomodamos al poder, a veces nos incomodamos entre nosotras. Porque el feminismo no es una sola voz, sino un coro disonante que no deja de sonar.

Y aunque nos quieran borrar con frases gastadas, con ironías o desprecios, seguiremos multiplicándonos. Porque el feminismo persiste, resiste, incomoda. Y en esa incomodidad radica su fuerza.

Referencias

Ahmed, S. (2019). La promesa de la felicidad. Caja Negra.

Jelin, E. (2002). Los trabajos de la memoria. Siglo XXI.

Opposing oppression is a feminist act – don’t look away from Gaza. The Guardian, 9 de marzo, 2024.

WHO asks Taliban to lift female aid worker restrictions following earthquakes. Reuters, 2025.

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