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Portal Socialista > Contenido > Política > Pensar la actualidad > Felipe Ortiz Olave / Derrota sin horizonte: cierre del ciclo progresista y restauración oligárquica
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Felipe Ortiz Olave / Derrota sin horizonte: cierre del ciclo progresista y restauración oligárquica

26 diciembre 2025
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10 Min de Lectura
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La elección presidencial de 2025 no constituyó un simple revés electoral para la izquierda chilena, sino la confirmación de una reconfiguración estructural del electorado iniciada tras el Rechazo constitucional de 2022. Desde entonces, el progresismo no solo ha acumulado derrotas sucesivas, sino que ha mostrado una incapacidad persistente para expandir su base social más allá de su núcleo. La magnitud de la derrota y la pérdida sostenida de apoyo en sectores populares indican que no estamos ante un traspié coyuntural, sino ante el agotamiento de un proyecto que dejó de ofrecer un horizonte político creíble para la mayoría social.

Mientras el bloque oligárquico logró articular un relato coherente en torno al orden, la seguridad y la estabilidad, la izquierda quedó atrapada en una gestión defensiva del cambio: administrando reformas parciales, pero sin una narrativa capaz de convocar, conducir y organizar políticamente al pueblo. Este desfase entre diagnóstico, acción y horizonte explica buena parte del cierre de ciclo que hoy se expresa electoralmente.

Cambio sin conducción

El estallido social de 2019 abrió una crisis profunda del pacto neoliberal y reinstaló la expectativa de una transformación estructural. Sin embargo, el proceso constitucional de 2022 operó como un quiebre decisivo en la interpretación social del cambio. A partir del Rechazo, la ampliación de derechos dejó de ser leída mayoritariamente como recuperación de soberanía y comenzó a asociarse, en amplios sectores, a desorden, fragmentación e incertidumbre. No se trató solo de una derrota electoral, sino de una derrota semántica: la idea misma de transformación perdió legitimidad social.

Desde entonces, el diagnóstico ciudadano sobre la crisis del país se desplazó con rapidez. Los problemas que en 2019 se explicaban mayoritariamente por un modelo económico injusto pasaron a atribuirse, desde 2022, a la mala gestión gubernamental, la inexperiencia política y la ausencia de conducción. Este giro fue facilitado por experiencias materiales concretas —endeudamiento persistente, presión sobre los ingresos y encarecimiento del costo de la vida— que reordenaron la percepción cotidiana del malestar. Así, el neoliberalismo dejó de aparecer como el origen del problema y comenzó a presentarse como un refugio de estabilidad frente al desorden. En ese marco se consolidó la percepción de que “Chile se cae a pedazos” durante el gobierno de Gabriel Boric, una lectura políticamente eficaz, aunque no plenamente respaldada por los indicadores macroeconómicos, pero coherente con la economía efectivamente vivida por amplios sectores de la población.

En este escenario se consolidó además un sentido común antipolítico de mediana duración, producto de la crisis de la política y del Estado, que atraviesa el estallido, el Rechazo y la victoria de Kast. En una sociedad marcada por la precarización, la izquierda terminó defendiendo una democracia abstracta y apelando a indicadores macroeconómicos antes que organizar políticamente a los sectores populares.

En este contexto, el pueblo estuvo presente como condición social del cambio, pero ausente como sujeto político conducido. Tras 2019 emergieron dinámicas populares incipientes que expresaban una voluntad transformadora real, pero el Estado no asumió un rol de conducción capaz de articularlas en un proyecto común. La acción gubernamental se limitó a administrar demandas fragmentadas, sin integrar a esas fuerzas sociales como protagonistas de la definición política del progresismo ni como base organizada del gobierno. La carencia, por tanto, no fue popular, sino de conducción estatal y política.

La pérdida del control del sentido común

En este nuevo escenario, la izquierda perdió el control del significado de su propio proyecto. En el sentido común ciudadano, pasó de ser identificada como defensora de los derechos humanos a ser asociada con la indulgencia frente a la delincuencia; de promover una política migratoria racional a aparecer como impulsora de una inmigración descontrolada; y de encarnar una promesa de justicia social a ser responsabilizada por el deterioro económico. Estas percepciones no reflejan fielmente las posiciones reales del progresismo, pero adquirieron eficacia política al conectar con experiencias cotidianas de inseguridad, saturación de servicios públicos y precariedad material.

Tras el Rechazo, la izquierda abandonó el octubrismo, un paso inevitable y necesario. Sin embargo, ese abandono no fue acompañado por la construcción de un nuevo horizonte histórico. En ausencia de un proyecto nacional articulador, la acción política se redujo a la administración de reformas parciales como la jornada de 40 horas, el nuevo financiamiento de la educación superior o la reforma previsional que, aun siendo valoradas individualmente, resultaron insuficientes para construir identidad colectiva y fundar una mayoría histórica. El tránsito fue de la promesa de transformación a un reformismo defensivo, sin sujeto político y sin destino común.

La recomposición de la hegemonía oligárquica

Este vacío estratégico facilitó la recomposición de una hegemonía conservadora capaz de articular con eficacia tres ejes centrales: la lucha contra la delincuencia como garantía de orden, la identidad nacional como respuesta a la inmigración masiva y la economía rentista como promesa de estabilidad. Estos ejes no cuestionan los intereses oligárquicos, sino que los protegen bajo una narrativa de normalidad y sentido común.

El triunfo de José Antonio Kast debe entenderse, por tanto, no como una anomalía coyuntural, sino como la expresión madura de un bloque social y cultural que comienza a configurarse tras el Rechazo de 2022 y se consolida en la incapacidad de la izquierda para ofrecer una síntesis superior entre cambio y orden.

Ahora bien, esta recomposición conservadora no está exenta de tensiones internas. El eventual gobierno de José Antonio Kast deberá optar entre restaurar el orden social previo a 2019 o profundizar un neoliberalismo radical de shock, al estilo Milei, con altos costos sociales inmediatos. Ambas opciones son incompatibles: no hay orden duradero con ajuste violento ni shock económico sin desorden social. En esa disyuntiva se abre una grieta estructural del nuevo bloque gobernante.

Los límites estratégicos del progresismo socialdemócrata

El progresismo socialdemócrata exhibe carencias estructurales que explican su incapacidad para construir un proyecto nacional con vocación de mayoría. En primer lugar, carece de una definición clara del modelo de desarrollo, eludiendo la pregunta central sobre qué tipo de economía debe sostener la justicia social. La transformación queda reducida a políticas redistributivas que no disputan la estructura productiva ni el poder económico.

A ello se suma una concepción debilitada del Estado, entendido principalmente como garante de derechos y gestor institucional, pero no como conductor estratégico del desarrollo. Esta limitación se profundiza en la desvinculación entre derechos sociales y estructura productiva, dejando a los derechos sin anclaje en el trabajo, la producción y la generación de riqueza real, y volviéndolos vulnerables a narrativas de ajuste y restricción.

Finalmente, la erosión de la noción de pueblo como sujeto político organizado ha desplazado la política hacia la mera gestión de demandas sectoriales, debilitando toda capacidad de conducción histórica.

Superar los límites del progresismo socialdemócrata no requiere solo una redefinición programática, sino una teoría explícita del conflicto político. Sin ella, cualquier proyecto nacional queda condenado a administrar tensiones que otros organizan.

Conclusión: asumir el cambio de época

No es evidente que el tablero heredado tras el Rechazo de 2022 pudiera ser modificado sustantivamente durante la campaña presidencial de 2025 ni, menos aún, durante el gobierno de Gabriel Boric. La clausura semántica de la idea de transformación y la recomposición acelerada de una hegemonía conservadora configuraron un marco estructural profundamente adverso. Pensar que una campaña o un gobierno, operando sin un proyecto nacional previamente elaborado y sin un pueblo organizado como sujeto consciente, podía revertir por sí solo ese escenario equivale a subestimar la densidad histórica del cierre de ciclo.

El problema no reside, por tanto, solo en errores tácticos o déficits de gestión, sino en haber enfrentado un cambio de época sin una estrategia de poder capaz de disputar el sentido del orden, del desarrollo y de la nación. La tarea pendiente no es ajustar retrospectivamente lo hecho, sino asumir que la reconstrucción de una mayoría transformadora exige tiempo histórico, conducción política y una refundación doctrinaria profunda. Sin ese esfuerzo, cualquier intento de gobierno quedará atrapado entre la administración defensiva y el retroceso estructural.

*Felipe Ortiz Olave es profesor de Filosofía y militante del Frente Amplio.

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