1. Creo que conocí a Antonio Skármeta, el escritor, cuando leí No pasó nada, a los doce o trece años. Fue extraño ese momento: yo conocía a Antonio, el marido de Norita, el papá de Fabián, el gran amigo de mis papás, pero había otro, un tal Skármeta, que no era el mismo porque aparecía en la tele, firmaba las portadas de muchos libros y mis compañeros pronunciaban su nombre como quien nombra a alguien importante y desconocido. Me pregunto ahora, hoy, para quién escribo este texto. Si para ti, querido Antonio, o para Skármeta, el escritor. ¿Quién muere cuando asoma la muerte?
2. Ladies and Gentlemen, welcome to flight 233 with destination Berlin. El que habla es mi hermano Sergio, con falso acento británico mientras sus manos indican las imaginarias salidas de emergencia del avión que embarca junto a Antonio. Él, desde el sofá, le sigue el juego con una sonrisa que le toma toda la cara, le eleva el bigote y achica sus ojos mientras unas carcajadas contenidas le revolotean entre esos dientes cuadrados y pequeños, levemente separados. Se ríen, los dos, pueden jugar un buen rato a hablar en chino o ruso o portugués mientras las otras risas, las nuestras, los sobrevuelan algo más tímidas. Diastema, dijo Antonio uno de esos días familiares y tibios y con su grueso índice apuntó a un espacio en el centro de su boca. Así se llaman estos dientes separados: diastema, repitió. No sé por qué se quedó conmigo ese recuerdo, esa palabra misteriosa que me pareció que él había inventado tal como inventaba frases en griego o mandarín. ¿Quién muere cuando asoma la muerte? ¿Los viajes a bordo de esos vuelos imaginarios? ¿La palabra diastema? ¿El espacio entre sus dientes? No. La muerte no tiene ese poder.
3. “Pero mis palabras ondulaban entre sien y sien, entre los dientes de arriba y los de abajo, entre la saliva y las carótidas”, escribió Skármeta hace cincuenta años. Con un lápiz sobre un papel o acaso con las manos en galope sobre las teclas de una máquina de escribir, dejó caer esa cascada de frases que él llamó realismo poético. “Con la mano libre hundida en la boca”, anotó como si él mismo montara esa bicicleta en caída libre cerro abajo, “tuve el último momento de claridad… que este final era mío, que mi aniquilación era mía, que bastaba que yo pedaleara más fuerte y ganara esa carrera para que se la jugara a mi muerte, que hasta yo mismo podía administrar lo poco que me quedaba de cuerpo, esos dedos palpitantes de mis pies, afiebrados, finales, dedos ángeles pezuñas tentáculos, dedos garras bisturíes, dedos apocalípticos, dedos definitivos…”. Cierro el libro frente a mí, arrebatada por sus palabras. El cuento se llama “El ciclista del San Cristóbal”. Su autor es Antonio, hablo de Skármeta, el que concibió ese entramado de palabras veloces y hermosas. Miro a la muerte “blanca y definitiva”, como la llamó él en ese relato. Le veo los ojos apetrolados. ¿Qué muere cuando ella pestañea lenta y decidida? ¿Las palabras dichas? ¿Las escritas? ¿Los dedos garras bisturíes? ¿Dedos ángeles pezuñas tentáculos? No, claro que no. La muerte no tiene ese poder.
4. Antonio sentado en la cabecera. Antonio durmiendo siesta en una hamaca. Antonio nadando en la piscina. Antonio de la mano de la Nora. Antonio en la playa con Fabián. Antonio cantando Fito Páez. Antonio bailando twist. Skármeta ante la cámara del Show de los libros. Skármeta ante la página en blanco. Skármeta tecleando, sus yemas ya planas, la página llena. Skármeta y un cerro de libros. Skármeta recibiendo el premio nacional, el Médicis, la Medalla Goethe. Skármeta traducido a decenas de idiomas. Skármeta escribiendo unos poemas cortos cuando las palabras empezaron a abandonarlo. Skármeta el escritor. Antonio el esposo, el padre, el amigo. ¿Quién muere cuando aparece, como él la llamó, “la muerte de narices sucias”? ¿Antonio? ¿Skámeta? No. Claro que no. La muerte no tiene ese poder.
5. En la casa de mis padres hay una libreta sobre el mueble de la entrada. La libreta del teléfono, la llamamos, porque al teléfono le pertenece. “Faride”, dice una de las cientos de notas que él dejó allí y que atesoramos como solo se atesoran las palabras de un buen amigo. “Faride”, dice en su caligrafía de letras mayúsculas y separadas: “llamó Jean Pierre. Dice que aún te ama pero que no te llama porque teme que atienda Sergio. Tuyo, Enrique Inda”. Fin del comunicado. Las notas se guardan como se guardan los anillos, los guantes, las cartas de amor. Se quedan como el timbre de la voz o la textura de los sueños. ¿Quién muere cuando aparece la muerte? Ella busca, hurga y pierde. Las notas se quedan, son nuestras. La muerte retrocede y se va.
6. Me produce un extraño alivio que existan tantos videos de Skármeta. Gracias al programa El show de los libros, donde quiso acercarnos la literatura sin solemnidades, contamos con sus lecturas en primera persona y primer plano. Recuerdo un video en particular, donde camina por el parque forestal junto a mi madre. Ahí está Antonio y está Skármeta. Ahí mi mamá y Faride Zerán. La cito a ella, porque yo estoy aquí, hoy, en buena parte para ser su voz, para llevar las palabras de su gran amiga. “Decía con ironía que era un hincha del arte banal”, escribe ella, Faride Zerán, “y comentaba que su generación había crecido alabando boleros, silbando tangos, y era aficionado a la hípica, al futbol, a la telenovela, a la televisión. Pero lo curioso… lo siniestro, decía, no es la existencia de la banalidad, sino la absoluta banalidad como medio de expresión y el hecho de que no existan lenguajes alternativos al lenguaje banal”. Eso dice, eso escribió de Antonio Skármeta la periodista Faride Zerán. Mi mamá, en cambio, le decía Antonín Bombín. Y la muerte, cuando asoma, tampoco puede con eso.
7. Estaba sentado en el comedor de la casa de mis papás. Ya habíamos cenado y Norita servía unos trozos de tiramisú en los platos azules con blanco. Enterré mi cuchara, me llevé un bocado y algo pasó allí dentro. Tosí, cómo tosí. Una tos que bajaba de mi nariz pero no lograba salir por mi boca. No sé exactamente lo que dije. Tal vez “¡qué tos!”. Tal vez “¡me atoré!”. Sí sé lo que susurró Antonio. “Carraspera, se llama carraspera”, dijo, y me miró con la alegría de presentarle a una niña esa palabra nueva que hoy es también un arma contra la insistencia de la muerte.
8. No hay una palabra para los amigos que pierden a un amigo. Está la viudez, la orfandad, pero el vacío en la mesa de mis padres, en el puesto de Antonio, no tiene un nombre. Jugaban póker verano tras verano, invierno tras invierno, mientras se llenaban de canas sus cabezas pero el humor permanecía intacto. Fueron, son, amigos de toda la vida. Antonio en los setenta, en los ochenta, en los noventa. Antonio en Alemania, en Tongoy, en Chiloé. Antonio sano, bailando twist en las fiestas de año nuevo. Antonio enfermo, callado, con repentinas chispas de sí mismo. Puedo oír el traqueteo de las fichas, el tintineo de los hielos en las noches de juerga donde su voz se oía siempre al borde de una carcajada. Miro hoy, aquí, a sus amigas y amigos. Lo que no tiene un nombre no puede morir. La muerte no puede nombrarlo.
9. ¿Dónde está Antonio?, pregunta mi papá. ¿Y la Nora? Pausa. Los buscamos en el patio y en las piezas, constatamos que su auto ya no está. Dedico este número, el nueve, a sus secretas huidas a la hípica, sus otras formas de felicidad.
10. Vivió 83 años bien vividos pero la vida siempre es poca. Aquí quedan Nora, su compañera y amiga, su mano derecha, su amor. Aquí Fabián, Beltrán y Gabriel, sus tres hijos. Aquí queda su familia, quedamos sus amigos, los jóvenes y los viejos. Queda El entusiasmo, Desnudo en el tejado, Tiro libre, El ciclista del San Cristóbal, queda Ardiente paciencia, Soñé que la nieve ardía, La velocidad del amor, La boda del poeta. Queda La chica del trombón, El baile de la victoria. Queda el cine y el teatro, queda la palabra diastema, queda la carraspera, quedan las notas al costado del teléfono, queda su amor a la palabra y quedan las palabras, siempre las palabras que la muerte nunca, jamás, sabrá pronunciar.
Te seguiremos leyendo, Antonio Skármeta. Y te recordaremos siempre, querido Antonio.
Texto leído por Alia Trabucco Zerán en la ceremonia de despedida de Antonio Skármeta (1940-2024) en el Teatro Nacional Chileno de la Universidad de Chile, el 15 de octubre de 2024.
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