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Portal Socialista > Contenido > Historia > Memoria > Patricio Rivas / Claudio di Girolamo. Del Chile vivido al Chile que continuamos soñando
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Patricio Rivas / Claudio di Girolamo. Del Chile vivido al Chile que continuamos soñando

6 junio 2025
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27 Min de Lectura
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Toda personalidad que rebasa los límites de lo tradicional puede ser descrita desde relatos que aluden a la vida como saga y legados. En el caso de Claudio di Girolamo coexiste un universo intelectual, creativo, ético y de sentidos que tienen un cauce existencial signado por la honestidad y el compromiso con la humanidad desde los espacios públicos y populares. Tengo la convicción de que en este momento es posible referirse con cierta perspectiva histórica a la vida de Claudio que es también parte de la extraordinaria y brutal historia del siglo XX y XXI que le correspondió vivir.

Claudio di Girolamo nació en 1929 en la Italia dominada por Mussolini, su infancia transcurrió en una Europa signada por dos guerras mundiales casi ininterrumpidas en las que murieron 187 millones de personas. Conoció la barbarie y el hambre. En alguna ocasión me comentó que siendo niño presenció la visita de Hitler a Roma, y que uno de sus primeros encuentros con el arte fue cuando ya no había qué comer y su madre organizó una cena familiar en que todos debían dibujar los platos de su preferencia.

Una vez concluida la segunda guerra mundial, en 1948, a los 19 años, cruzó “el gran charco” y desde Mendoza arribó por el aeropuerto de Cerillos a Santiago de Chile. Rápidamente se destacó en la escena nacional, primero como escenógrafo y luego como muralista, dramaturgo, diseñador, pintor y cineasta. En 1955 fundó la Compañía de Teatro ICTUS, junto a Paz Irarrázabal, Grimanesa Locket, Mónica Echeverría, Nissim Sharim y Jaime Celedón, por mencionar a algunos de sus compañeros. Entre 1969 y 1971 asumió la dirección ejecutiva de Canal 13. En toda una vida dedicada al arte, fue urdiendo relaciones con las distintas generaciones de escritores, intelectuales y artistas: Nemesio Antúnez, Raúl Ruiz, Miguel Littín, Patricio Guzmán, Gonzalo Rojas e Isabel Parra; conoció a Pablo Neruda, a Violeta Parra y a Vicente Huidobro.

Durante los años de plomo, junto a su esposa, la trabajadora social Carmen Quesney, se abocaron a la defensa de los derechos humanos a través del Comité Pro Paz y luego en la Vicaría de la Solidaridad, por ello no es de extrañar que el Museo de la Memoria y Derechos Humanos y los obispos de Chile expresaran su reconocimiento por el profundo legado cultural y espiritual de Di Girolamo, y su consecuente compromiso con el respeto de los derechos humanos.

En la década de 1990, Chile se transformó en un lugar de referencia internacional y latinoamericana, vinculado a la construcción de una democracia participativa, donde la creación emergía como un objetivo central desde el Estado, el gobierno y todo el sistema político.

Cuando las heridas de la dictadura aún estaban latentes, a inicio de los años 1990, lo conocí en la casa de Fernando Castillo con el propósito de hablar acerca de la creación de la Escuela de Cine en la Universidad de Arte y Ciencias Sociales -Arcis. Él bosquejó rápidamente las primeras ideas en una hoja de papel; era una época en que los proyectos dependían principalmente de la potencia de las convicciones y del compromiso creativo. Con limitados recursos económicos, la Escuela de Cine se convirtió, vertiginosamente, en un referente de formación cinematográfica. Hoy muchos de los primeros estudiantes de la Escuela de Cine son artistas, narradores, guionistas o directores.

Arcis había sido fundada por Fernando Castillo y Luis Torres en 1982, durante la dictadura militar. En tiempos de las universidades intervenidas y silenciadas, el Arcis surge como el escenario de la mayor acción de resistencia académica, lugar de grandes esperanzas, de disidencia, que desafía constantemente los conservadurismos de la época; espacio de encuentro creativo entre las ciencias sociales, las humanidades y las artes. En ella convergieron una pléyade de los mejores exponentes del pensamiento crítico chileno: Jacques Chonchol, ideólogo de la reforma agraria; los sociólogos Tomás Moulian y María Emilia Tijoux; Víctor Hugo Robles, Nelly Richard, Willy Thayer, Paulina Urrutia; los historiadores Gabriel Salazar y Patricio Quiroga; los cineastas Sergio Trabucco y Jorge Olguín; Alejandra Gutiérrez, fundadora de la Escuela de Teatro; Ramón Grifero, uno de los más importantes directores del teatro chileno y los arquitectos Joaquín Velasco y Edwards Rojas, quien años más tarde recibiría el Premio Nacional de Arquitectura por sus trabajos y resguardo del patrimonio arquitectónico en la isla de Chiloé.

Era un proyecto en candente ebullición en el que concurrieron, por su espesura académica y por el esplendor de la diversidad, Eric Hobsbawn, Derridá, Toni Negri, Jodorowsky, Adolfo Pérez Esquivel, Galeano, Maturana, Serrat y Félix Guattari, este último para reflexionar sobre quizás lo más alejado de los afanes utilitaristas de nuestros tiempos, ¿Qué es la filosofía?, conferencia realizada en 1991, en la que Pedro Lemebel exclamó: “Desde un imaginario ligoso expulso estos materiales excedentes para maquillar el deseo político en opresión. Devengo coleóptero (…), devengo mujer como cualquier minoría (…) aprendo la lengua patriarcal para maldecirla”. Es en este contexto que se crea y desarrolla la Escuela de Cine dirigida por Claudio di Girolamo.

A fines de marzo de 1997, cuando salía de hacer clases, Claudio me dijo, con un tono poco habitual, “vamos por un café” y como de pasada, sin pesos ni tensiones, me comentó que el presidente Frei Ruiz Tagle le había ofrecido hacerse cargo de la División de Cultura del Ministerio de Educación. Se trataba de un momento original. Recuerdo haberle preguntado, con la misma naturalidad, si era chileno. Días después, la Comisión mixta del Congreso aprobó conferirle la nacionalidad chilena: ya no existía ninguna traba para asumir tan esperanzador cargo. En efecto, para la abrumadora mayoría del país, la democracia era en esencia valórica, de reconocimiento de nuevos derechos -de las mujeres, de los pueblos indígenas, de los migrantes, derechos ambientales y culturales-, de desarrollo creativo crítico, de debate público sin la determinaciones o juegos de expertos ni consultores, lobistas o altos funcionarios. Así, la División de Cultura, representaba aquello por lo que se había luchado sin pausas durante casi dos décadas.

Comenzó para él un nuevo periodo de vida en un edificio de la calle San Camilo 262 en Santiago de Chile y para mí la oportunidad de hacer política desde el Chile profundo a partir de otros vértices. Su oficina del séptimo piso era bullente de reuniones de trabajo, en ella confluyeron en un estilo muy horizontal secretarias, artistas, colaboradores comprometidos muy por encima de lo tradicional, con propósitos claros y con lealtades humanas forjadas en la amistad y en el hacer.

Claudio compartió un liderazgo llano, con giros repletos de humor e ironías. Su andar en jeans, tan alejado de la clásica vestimenta de los políticos, dejaba entrever una visión política y una ética artística propia de un hombre volcado a la comunidad, y un interés genuino por las y los pobres de Chile. No era una pose sino una forma de ser en el mundo. Esta condición no era fácil en un país aún habituado a las verdades a medias y a lo políticamente aceptable. Este clima popular, el diálogo sin protocolos con los grupos más postergados, con los jóvenes y con los gestores expulsados de los espacios consagrados generaron un sello, y despertaban una creciente incomodidad. En varias ocasiones se reunió con las barras bravas de fútbol; gestó una relación con los organilleros, con los dirigentes vecinales y los libreros locales; supo tejer un lenguaje sensible y honesto, y esa vinculación que jamás cesó se dio también de manera simultánea en cada territorio de Chile.

Una de las primeras tareas que debió asumir como director de la División de Cultura en 1997 fue la Secretaría Técnica de la Comisión Asesora Presidencial en materia artístico-cultural, dirigida por Milán Ivilic Kusanovic e integrada por 17 personas del mundo de la política, la cultura y las artes, como José Balmes, Tatiana Gaviola, Gabriel Valdés y Ramón Grifero. El primer informe emanado de la Comisión sentó las bases de una política cultural amplia en materia de institucionalidad, legislación, financiamiento, patrimonio y fortalecimiento de las distintas manifestaciones, propuesta que contó en su elaboración con los aportes de creadores, gestores culturales a nivel local, artistas e intelectuales. Fue publicada con el acertado nombre Chile está en deuda con la cultura, frase que sintetiza un diagnóstico crítico que aludía al reconocimiento de la falta o insuficiencia de políticas públicas, de recursos, de descentralización y descongestión de la cultura.

Este informe, para Chile, representó lo que para el mundo fue Nuestra diversidad creativa, informe publicado en 1997 por la Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo presidida por Pérez de Cuéllar. Al igual que este, el nuestro reconocía la amplitud de las cuestiones culturales y su relación con el desarrollo humano, al mismo tiempo que hacía un llamado a evitar su mercantilización o a dejarla subsumida en la internacionalización económica del mundo contemporáneo; reconocía la existencia de una base cultural que emana desde los territorios y que había logrado mantenerse casi de forma heroica con escaso apoyo del Estado; destacaba que muchas de las expresiones artísticas estaban obligadas a convivir en desventaja con creaciones altamente centralizadas. El documento enunciaba, también, el desafío de recomponer el tejido social, tema que hasta hoy continúa pendiente y que se hace evidente con cada estallido social.

Como se sabe, en aquel momento, el Consejo Asesor Presidencial propuso la creación de un Consejo Nacional, bajo el supuesto de que ello generaría una mayor participación, flexibilidad y desconcentración regional, lo que desafortunadamente no ocurrió.

En esta primera etapa se potencia, desde la División de Cultura, la implementación de las recientes leyes de Propiedad Intelectual, de Fomento del Libro y la Lectura y el Fondo de Desarrollo Artístico y Cultural (FONDART), asimismo se apoyan los proyectos de ley del cine, del teatro y del libro, y se da curso a una vigorosa política internacional cultural centrada en nuestra región, en constante coordinación con la cancillería. Se crea la primera Cartografía Cultural de Chile, la cual recopila y documenta las distintas manifestaciones culturales del país y sus actores en cada territorio, con lo que no solo se realza su potencial histórico o artístico, sino que se logra urdir un mapa de la vida y de los entrelazamientos culturales de Chile. Es una carta que nos permitió mirar hacia atrás e imaginar el futuro. A estas iniciativas se suman los programas de Cultura y Territorio, el Centro de Estudios Culturales, el trabajo con los pueblos originarios que contribuyó a generar nuevos debates que realzaron la valoración estético cultural de las manifestaciones ancestrales, frecuentemente ignoradas.

Paralelamente y de forma transversal, Claudio ideó los Cabildos Culturales, espacios de debates ciudadanos que promovían la formulación de políticas públicas democráticas y diversas basadas en la participación ciudadana, y que se extendieron hasta la región XIV, conformada en aquel entonces por los chilenos en exterior. Estos encuentros, que comenzaban a nivel local, concluían en un encuentro nacional. En los tiempos de Claudio se efectuaron 4 Cabildos Nacionales. Una de las primeras dificultades que enfrentó esta forma de hacer política fue lograr que la gente venciera el miedo a opinar y proponer ideas en debate abierto. Este rasgo fue denso y lento de superar.

Por otra parte, impulsamos el programa Has tu tesis en cultura que, en el 2025, celebra su 27ª edición. Esta línea programática fomentó una mayor articulación con las universidades alrededor de la investigación en cultura. Del mismo modo, el Área de Educación y Cultura intentó superar ese violento e infértil divorcio entre el aula y la creación. A su vez, la Galería Gabriela Mistral recibió un considerable apoyo en sus muestras de arte contemporáneo y desde luego los grupos consagrados como el Ballet Folclórico Nacional jugaron un rol protagónico, lo cual fue parte de una política que buscaba, en general, mejorar las condiciones de desarrollo de la danza a nivel nacional y local.

La gestión de Claudio no evitó los debates públicos. Todos recordaran el falo de Machalí, Malchaulil, del escultor rancagüino Mauricio Guajardo, que no logró ser instalado en la entrada de la comuna por la oposición del concejo municipal, autoridades y vecinos que estaban escandalizados con la obra. Salieron en defensa del artista, Mario Toral, Francisco Gacitúa, Nivia Palma y la División de Cultura. Pocos meses después, en el verano del año 2000, se produce un nuevo revuelo, esta vez por la instalación de una casa de vidrio en el centro de Santiago, acción de arte que invitaba a reflexionar acerca de la transparencia y los límites entre lo público y lo privado. Luego, en el 2002 se estrena la obra “Prats”, la cual cuestionó los conceptos de héroe, patriotismo y memoria, al mostrar un Arturo Prats frágil y humano. Las críticas surgieron principalmente de oficiales en retiro y de la derecha chilena, lo que despertó un amplio apoyo de los estudiantes, de las universidades, del Sidarte, de la Asociación de Directores de Teatro y de la Asociación de Dramaturgos Chilenos, entre otros. Este episodio culminó con la renuncia de Nivia Palma al FONDART a través de una carta pública en la que denunciaba que la entonces ministra de Educación le había prohibido asistir al estreno de la obra y dar entrevistas sobre el tema.

Estas obras, registradas por la prensa como “trasgresiones” o “escándalos”, enfrentaron la censura, evidenciaron la difícil relación entre arte y sociedad e hicieron latentes las tensiones entre lo consagrado, lo culto, las bellas artes, versus lo popular, lo emergente o ensayístico. Asimismo, develaron las contradicciones y los tabúes que persistían en un país en el que aún amplios sectores de la sociedad no estaban dispuestos a respetar irrestrictamente la libertad de creación. Claudio, en cada polémica asumió su doble rol de artista y político, con autenticidad pública y resguardando los objetivos globales.

Ese mismo año, se estrena Cofralandes, una producción franco-chilena de cuatro capítulos dirigida por Raúl Ruiz, la cual se realizó con el apoyo de la División de Cultura. Se trata de un documental filmado en formato digital, a través del cual Ruiz, de forma personal, lúdica, emotiva, surrealista e irónica, recrea la idiosincrasia chilena. El título fue tomado de una canción de Violeta Parra que alude a la tierra donde todo pasa.

También durante estos años acontece la revitalización de Carmen 340, espacio en el que Violeta Parra fundó la primera peña folclórica de Chile y que habitaron sus hijos, Ángel e Isabel, hasta 1973. A fines de 1990 aún se podían contemplar murales pequeños y grandes pintados por Violeta. Es en este lugar, y por iniciativa de Claudio, que se gestan las reuniones que darán origen a la Corporación Cultural Organilleros de Chile.

Durante su gestión impulsó el reestreno en la Catedral de Santiago de la Cantata de los Derechos Humanos de Alejandro Guarello. Interpretada por el grupo musical Ortiga y con la declamación de Roberto Parada, la obra había sido presentada por primera vez en 1978 a instancias de la Vicaría de la Solidaridad y del Cardenal Raúl Silva Henríquez. Grande fue la decepción de Claudio cuando muchos de los invitados no asistieron por precaución frente a los comentarios de la derecha política y parlamentaria.

Desde otro borde, en materia de financiamiento, cuando se mencionaba la necesidad de que la inversión en cultura superara el 0,2% del PIB, se la trataba como un gasto suntuoso. De esta forma, la cultura aparecía como un derecho prescindible, como espectáculo, folclore o simple entretención.

Es por ello que también se consideró imperativo comenzar a pensar en la construcción de una cuenta satélite de la cultura, que permitiera cuantificar el aporte de las actividades culturales y de la propiedad intelectual en la economía nacional, en el empleo y comercio exterior, todo ello con el fin de que su financiamiento se asumiera como una inversión prioritaria del Estado. Posteriormente, tuve la posibilidad de continuar impulsado este proyecto desde el área de Cultura y Desarrollo del Convenio Andrés Bello. En el 2009 publicamos, con la colaboración de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y el BID, las “Cuentas satélites de cultura en Latinoamérica: Consolidación de un manual metodológico para la implementación”. Chile recién consiguió publicar el primer estudio en el 2019, perdiendo así la posibilidad de ser pionero en esta área.

Nuestras nociones claves en los tiempos de la División, se nutrieron de los aportes teóricos de Jesús Martín-Barbero, Néstor García Canclini, Armand Mattelart, Beatriz Sarlo y George Yúdice, y de las políticas culturales de Brasil y México. A su vez, las investigaciones realizadas por el Centro de Estudios de la División de Cultura nos permitieron construir una política basada en evidencias y en las mejores prácticas culturales.

Así, a fines de los 90 y hasta 2003, la División de Cultura se constituyó como el primer Ministerio de Cultura de Chile, el cual funcionó como espacio de construcción y concreción de políticas públicas amplias, diversas e inclusivas. Se dice, más por inercia que por reflexión, que los artistas están más allá de la vida cotidiana, que sus capacidades de gestión de lo público son febles y carentes de pragmatismo, imagen que es heredera de una dogmática tributaria del romanticismo europeo del siglo XIX y que Claudio se encargó de derribar.

En este mismo período y luego del terrible atentado a las Torres Gemelas, impulsó la realización del Encuentro de las tres grandes religiones y culturas del libro, la Torá, la Biblia y el Corán, en el Valle del Elqui. Fue un evento memorable al que concurrieron representantes de las religiones, teólogos, habitantes del lugar e intelectuales quienes reflexionaron sobre la espiritualidad y la cultural de la paz.

En los años de la División, continúo siendo un creador prolífico. En 2001 expone el mural La buena noticia en la sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes. En ese mismo año, el presidente Ricardo Lagos le otorga la condecoración de la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral; recibe la medalla de Santiago, otorgada por la Municipalidad por sus 50 años de labor artística y en 2002 le confieren el Lifetime Achievement Award, en Coral Gables, por una vida dedicada al teatro. Años más tarde, la presidenta Michelle Bachelet, en 2016, le confiere la Orden al Mérito Artístico y Cultural Pablo Neruda.

A pesar de la anchura de su gestión y de su amplio reconocimiento ciudadano, en el 2003, el gobierno ya incómodo con un estilo humano, más cercano a los movimientos y gestores culturales que a las industrias, optó por un enfoque instrumental y tecnocrático, cuyos avances y legados han quedado difuminados con el correr de los años.

En el año 2004, Claudio regresa al Ministerio de Educación en calidad de asesor. Desde allí lideró el programa Escuelas Bicentenario y posteriormente el de Patrimonio Educativo; en el 2010 se integra al Proyecto de Cohesión Social y Contención Psico-social en zonas de catástrofe impulsado por el Ministerio de Educación. En este marco colabora con la cineasta Magali Meneses en la creación de un espacio de arte audiovisual en el que los protagonistas son las niñas y niños de enseñanza básica de la VII Región del país, una de las más afectadas por el terremoto. A partir de la creación del Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio y hasta su muerte se desempeña como asesor en temas de educación artística en el marco del Programa CECREA, centros gratuitos que promueven el derecho a la creación de las niñas, niños y jóvenes de 7 a 19 años a través del despliegue de actividades artísticas, científicas, culturales y tecnológicas. 

Los siete años de Claudio al frente de la División de Cultura han sido sin duda los de mayor despliegue de una política anclada en el desarrollo humano participativo y creativo; la historia nos ha demostrado que el despliegue cultural no depende exclusivamente de la existencia de un Consejo o un Ministerio de Cultura. Este solo adquiere sentido si es parte de una estrategia más amplia, diversa y participativa de formulación e implementación de una política cultural democrática que ponga en el centro de las prioridades a las personas, a los artistas, a los creadores, a los gestores locales, a los movimientos de base y que asuma como finalidad la democratización del acceso a la cultura y las artes para crear otros modelos de sociedad posible.

Con el tiempo se tiene hoy un esquema más orgánico, más descentralizado y con mucha continuidad de esos primeros lineamientos de política cultural. Sin duda, las experiencias posteriores han forjado una singular forma de promover la cultura desde el gobierno y el Estado. Empero el asunto básico sigue pendiente, el de contar con una política pública sustentada en una visión diáfana que fomente el desarrollo humano, la democracia y la participación culturales. De otra forma, todo se vuelve hacer desde arriba, favoreciendo con ello principalmente a los sectores altos y medios, y de manera episódica a los territorios. En Chile hay un amplio movimiento cultural y social asentado en cada región, ciudad y barrio, pero este frecuentemente se ubica por fuera de lo oficial y, muchas veces, en contradicción con la política cultural de Estado.

Cuando se hagan las crónicas más amplias de la cultura y la creación en Chile, convengamos en que Claudio ha sido el mejor ministro de Cultura de la democracia.

*Patricio Rivas, sociólogo y doctor en Filosofía de la Historia, fue coordinador general de la División de Cultura del Ministerio de Educación de Chile cuando Claudio di Girolamo asumió la dirección de esta instancia. Actualmente es el Coordinador del Área de Cultura del Convenio Andrés Bello.

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