Natalie Rojas Vilches
Cuando nos hablan de feminismo, política e instituciones se tiende a pensar en una contradicción, una cooptación de la movilización feminista, o un purplewashing (1) de los sectores de izquierda y progresistas.
En los últimos años, el feminismo ha logrado posicionarse como una fuerza social transformadora en Chile, sacudiendo las estructuras patriarcales que históricamente han permeado tanto la esfera pública como la privada. Sin embargo, a pesar de las innumerables movilizaciones, avances legislativos y cambios culturales, persiste una brecha profunda entre las demandas feministas y el rol que las instituciones juegan en su materialización. Este desfase evidencia una clara tensión entre las reivindicaciones de igualdad y justicia de género, y una institucionalidad que parece estancada en formas tradicionales de poder que invisibilizan estas luchas.
En 2019, la histórica marcha del 8M movilizó a más de dos millones de mujeres en todo el país, un hito que dejó claro que el feminismo es uno de los movimientos más potentes de nuestro tiempo. No obstante, aunque algunas de sus demandas han encontrado eco en el debate público, lo cierto es que muchas se han quedado atrapadas en un entramado institucional que dificulta o directamente bloquea su avance.
El feminismo ha sido clave en el cuestionamiento de las estructuras de poder y es precisamente en la institucionalidad donde más resistencia encuentra. Las instituciones chilenas, construidas sobre bases patriarcales y jerárquicas, tienden a reproducir las dinámicas de exclusión que el feminismo busca erradicar. Ya sea en el Congreso, en los tribunales, en las universidades o en las municipalidades, los espacios de toma de decisiones continúan siendo hostiles para las mujeres, especialmente para aquellas que provienen de sectores más vulnerados o que desafían las normas de género tradicionales.
Este problema no se limita únicamente a la representatividad. Si bien la presencia de mujeres en espacios de poder es crucial, la cuestión central es cómo las instituciones responden –o no– a las demandas feministas. La lucha por los derechos sexuales y reproductivos es un claro ejemplo de esto: a pesar de que Chile avanzó con la despenalización del aborto bajo tres causales, en 2017, la institucionalidad sigue fallando al no garantizar un acceso real y universal al ejercicio de estos derechos. El debate por el aborto libre es una muestra de la incapacidad de nuestras instituciones para estar a la altura de los cambios sociales que sectores importantes de la ciudadanía demandan, lo cual es clave para que las leyes vean su materialización.
El feminismo no debiera ser visto como una amenaza para la institucionalidad sino como una oportunidad para que las instituciones se adapten a los desafíos del siglo XXI. El Estado y sus organismos tienen la responsabilidad de estar al servicio de los sectores históricamente excluidos y las mujeres forman parte de esos sectores. Si nuestras instituciones siguen ignorando estas demandas, no solo estarán perpetuando la injusticia, sino que se arriesgan a continuar perdiendo legitimidad en un contexto social que requiere cambios urgentes.
Es necesario que repensemos la relación entre el feminismo y las instituciones en Chile. La respuesta de las instituciones no puede limitarse a medidas superficiales o reformas mínimas. Lo que se necesita es una transformación profunda que aborde las causas estructurales de la desigualdad y que permita que las demandas feministas sean reconocidas como pilares fundamentales de una democracia verdaderamente inclusiva.
El desafío, entonces, es claro: o nuestras instituciones se adaptan a las demandas feministas, o seguirán siendo parte del problema. Es hora de que el feminismo y la institucionalidad se encuentren en un diálogo verdadero, donde la igualdad de género no sea un simple eslogan, sino una realidad tangible. Solo así podremos hablar de un Chile realmente democrático y justo para todas y todos.
(1) Purplewashing (del inglés purple, morado, y whitewash, blanquear o encubrir), “lavado lila” o “lavado de imagen púrpura”, es un término acuñado por algunas feministas para referirse a la variedad de estrategias políticas y de marketing dirigidas a la promoción de instituciones, países, personas, productos o empresas apelando a un supuesto compromiso con la igualdad de género.