María Isabel Castillo Vergara, Gloria Cruz Domínguez, Carla Fisher Canezza y Elena Gómez Castro (LOM, 2024).
Este libro recoge parte de las reflexiones y experiencias terapéuticas desarrolladas por el Instituto Latinoamericano de Salud Mental y Derechos Humanos (ILAS) a lo largo de 35 años, conformado por psicoanalistas, psiquiatras y trabajadores/as sociales.
Un trabajo encomiable que no solo ayudó terapéuticamente a muchas personas que habían pasado por experiencias traumáticas en dictadura sino que también produjo conocimiento teórico que, en parte, se recoge en este libro.
Una idea central de este texto es que el trauma político que la dictadura chilena produjo no solo afectó a las víctimas directas, sino a varias generaciones.
Afectó a la generación que estaba alrededor de las víctimas: abuelos y abuelas, padres y madres, tíos, hermanos y hermanas; pero sus efectos se extendieron a las siguientes generaciones: a los hijos y a las hijas, a los nietos y a las nietas, de las víctimas.
Cada generación tuvo que enfrentar a su manera una historia familiar traumática: las víctimas directas (cuando sobrevivieron) lidiando con una experiencia muy difícil de asumir, de ser representada y simbolizada, y las generaciones siguientes enfrentando una historia fantasmal hecha de silencios, culpas, duelos incompletos, muchas veces imposibles de procesar.
Si la experiencia terapéutica suele ser una experiencia esencialmente individual donde la realidad externa importa poco (porque lo relevante es la manera como ello se vive en la relación con el analista y la forma como se fantasea en el mundo interno), en el caso de las víctimas de violencia política la realidad social se constituye en parte del proceso de sanación.
En efecto, en este caso importa que la sociedad y el Estado hagan acciones en términos de reconocimiento y reparación para que pueda tener lugar la cura individual. Los caminos entre la subjetividad, por un lado, y la historia y el proceso social, por otro, se cruzan de manera decisiva para la terapia.
A su vez, de la manera como la generación directamente afectada por los hechos traumáticos procese lo ocurrido (y la sociedad misma), va a depender la forma como lo vivan las generaciones siguientes. Lo que se ha observado es que las víctimas y los integrantes de su entorno más cercano se sumen en un silencio y comparten poco su experiencia con sus hijos, hijas, nietos y nietas. A su vez, ellos/as tratan de reconstruir la historia, pero se mueven en un mundo sin palabras, de historias no contadas, que obligan a poblar esos puntos ciegos con fantasías que van reconstruyendo el daño y lo traumático en ellos mismos.
Los/as hijos/as y los/as nietos/as a veces se identifican con sus familiares víctimas, en otros casos tratan de apartarse de esa historia. A veces luchan por reivindicar su historia y legado, en otras se suman a una vida de silencios, entre la culpa y la vergüenza. Independiente de la actitud que asuman los descendientes, lo cierto es que el daño no se ha quedado solo en las víctimas y sus familiares más directos, sino que se ha traspasado a las nuevas generaciones.
Es muy difícil romper este círculo, salir del laberinto de hechos que no se pueden pensar o de duelos irrealizado y, quizás, irrealizables. Pero se puede vivir mejor o peor esa historia personal, se puede desarrollar una capacidad para pensar lo impensable.
Una figura clave en el proceso de sanación es la figura del “testigo”. Aquel capaz de escuchar y acoger la historia de las víctimas o sus familiares y descendientes. Ese rol lo puede jugar el terapeuta y/o la sociedad, pero sin ese “testigo” acogedor y que le cree a las víctimas, es imposible emprender un camino que enseñe a convivir con el daño y dotar de significado lo sucedido.